La indefensión aprendida es un estado psicológico que consiste en no hacer nada para evitar el sufrimiento o la situación dolorosa o aversiva (desagradable). Es decir, la víctima se “resigna” al maltrato y no hace nada para evitarlo porque ha adquirido la creencia de que nada de lo que haga cambiará el resultado.
Fue el psicólogo Martin Seligman quien, a través de unos experimentos con perros a los que sometía a choques eléctricos, formuló por primera vez el término. Algunos de estos pobres animales podían cortar la electricidad dando un golpe con el hocico, otros no. Estos últimos recibían el choque hicieran lo que hicieran. Los perros cuyo comportamiento evitaba la descarga se mantuvieron alertas y con energía, mientras que aquellos cuya conducta no obtenía resultado alguno generaron indefensión y dejaron de emitir conducta alguna, incluso cuando ya tenían la posibilidad de evitar la descarga.
La indefensión aprendida tiene que ver con el convencimiento de que hagas lo que hagas, no se producirá un resultado distinto. Es una brutal prisión psicológica, desconectada de la realidad, que bloquea cualquier posibilidad de cambio o liberación. Un ejemplo conocido es el método Ferber, en España llamado método Estivill, que consiste básicamente en no atender la llamada de un bebé lo suficientemente pequeño como para que aún no tenga ni siquiera la herramienta de la palabra ni la motricidad para escaparse o buscar ayuda por su propio pie. Es decir, preso de una inmensa vulnerabilidad, dependiente en extremo, cuya única alternativa de supervivencia es el llanto. Si no obtiene respuesta a su petición de ayuda, aprenderá que haga lo que haga no cambia nada, que él no tiene el poder de manejar la realidad, y, en última instancia, que no existe (afectivamente hablando). Y este primer aprendizaje quedará impreso en su cerebro aún en desarrollo, dejando una impronta que influirá en su forma de percibirse a sí mismo y al mundo.
En la indefensión aprendida, la víctima puede llegar a justificar el maltrato, a pensar que lo merece, se culpa. La autoestima se daña tanto que cree merecer lo que le está ocurriendo. Es muy fácil entender este fenómeno con las mujeres maltratadas y por qué les resulta tan difícil escapar de la situación, no denunciar, perdonar una y otra vez… Están presas de sí mismas, anulada su voluntad y con una autoestima tan destruida que su capacidad de reacción es muchas veces nula.
Lo podemos observar en multitud de aspectos de la vida cotidiana, en los ámbitos laboral, social y personal. Por ejemplo en el terreno profesional suele expresarse en forma de “esto
es lo que hay y haga lo que haga nada va a cambiar”, es decir, dejo de expresar mis deseos, mis derechos incluso, y sigo soportando una situación laboral de insatisfacción (cuando no de abuso) porque creo que no tengo ningún poder sobre ella. En el ámbito de lo social es como una pandemia, una creencia generalizada de que no tenemos ningún poder para cambiar la situación social, que somos irremediablemente vulnerables frente al poder político y económico. En lo personal tampoco es infrecuente encontrar personas con discursos y vidas instaladas en un modelo cuya expresión coincide con el de indefensión o desesperanza aprendida. El conocido refrán “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer” traduce una manera de relacionarnos con el mundo instalada en esta cultura.
Nosotros, los padres, podemos y debemos educar para hacer que nuestros hijos sean menos vulnerables a este estado psicológico. En este esquema en particular, no inocular indefensión aprendida en un niño tendría que ver con la coherencia, la incondicionalidad afectiva, el aprendizaje de estrategias de afrontamiento, la ausencia de miedo a las figuras
de apego o parentales, la sustitución de la culpa por la responsabilidad, la motivación de logro y sobre todo la percepción de competencia:
• Coherencia de los padres entre ellos y hacia el niño. Coherencia entre lo que dicen y hacen. Coherencia en lo que transmitimos que está bien o está mal. Cuando un niño percibe a los padres como un equipo consistente, sólido, en el que se puede confiar, entonces también percibe el mundo como un lugar seguro, no como algo hostil y caótico. Esto imprime confianza y autoestima en tanto los demás también son percibidos como no amenazantes, y provee al niño de una visión positiva de sí mismo y de los otros.
• La incondicionalidad afectiva tiene que ver con que nuestros hijos se sientan amados independientemente de su comportamiento. Es decir, lo que siento por ti no es cuestionable, está fuera de la ecuación. Esto no significa que apruebe todo lo que haces o que no ponga límites cuando estos sean necesarios. Es decir, lo que intento canalizar adecuadamente es tu conducta,
no a ti. Con lo que puedo estar en desacuerdo es con lo haces, no con quién eres. Cuando un niño se siente amado, también se siente aceptado y desde ese lugar es mucho más fácil lograr los cambios que sean necesarios en su aprendizaje del mundo. La ausencia de miedo, por supuesto. El miedo es un elemento imprescindible para aprender indefensión, el miedo bloquea la posibilidad de actuar, coloca al organismo en un estado de alerta donde solo es posible la huida o el ataque. Un niño no tiene posibilidad alguna de huir ni de atacar, por tanto se queda en un lugar paralizante de absoluta indefensión y donde su conciencia de vulnerabilidad invade su capacidad de reacción. Cuando un niño siente miedo hacia aquellos a quienes también ama y deberían amarle, generaliza esta emoción al resto de ámbitos afectivos de su vida, aprende a amar desde el temor, y desde el temor tenderá a escaparse y/o a atacar, en el plano afectivo.
• La motivación de logro y la autocompetencia. Es muy común observar cómo se protege a los niños de la posibilidad de que pongan en marcha su potencial, de que desarrollen la capacidad de resolución de problemas, de que habiliten estrategias de afrontamiento ante la adversidad. La cotidianidad del día a día ofrece innumerables ocasiones en las que un niño es capaz de lograr todo esto y sentir que es competente, capaz. Aprende a intervenir y modificar su medio, aprende que lo que hace tiene un resultado positivo o no, pero que puede influir y modificar las cosas. Esto es lo que los psicólogos llamamos “locus de control interno”, frente al “locus de control externo” donde es la suerte, el destino o variables siempre externas las responsables de lo que ocurre y nos ocurre.
El propio Seligman defiende que los niños necesitan fracasar. Necesitan sentirse tristes, enfadados, frustrados. Sostiene que cuando les protegemos de sentir estas emociones, les privamos de aprender a perseverar. Y yo añado que, además, les privamos de aprender a sentirse competentes, dueños de sí mismos y de sus vidas. La motivación de logro tiene que ver con saberse hábil para conseguir metas, objetivos. Es una especie de reconocimiento interno que nutre nuestra autoestima. Es la verdadera motivación porque no es externa, no depende de otros, sino que yo soy quien se sabe capaz y eso produce percepción de control. Sabernos artífices de nuestra vida, artesanos de aquello que vamos construyendo, nos hace sentir que tenemos una gran parte del control y que las circunstancias influyen, pero en última instancia, no determinan el rumbo.
Y también necesitan desarrollar el criterio y la elección. Cuando los estilos educativos son muy paternalistas (yo decido lo que es bueno para ti, sin ti) o muy autoritarios (te prohíbo lo que creo que no debes hacer, porque yo lo digo) bloquean el desarrollo de habilidades imprescindibles como el criterio, la crítica y la elección. Y esto se aprende en casa, cuando nosotros como padres les estimulamos dejando que elijan aquello que pueden elegir (y que suele ser mucho más de lo que a priori pensamos) y que desde luego, asuman las consecuencias que se derivan de su elección; cuando negocio y explico los límites e incluso cuando permito que sea el niño quien encuentre la solución a un conflicto y la ponga en marcha probando su manera de influir en las cosas.