¿Se plantea usted tatuar toda su anatomía hasta parecer un jarrón chino andante? ¿Le tienta la idea de marcarse un maratón o, mejor aún, un Ironman? Pues sepa que, además del dorsal, podría estar comprando papeletas para sufrir un golpe de calor. O para caer fulminado por hiponatremia (déficit de sodio). No le eche la culpa al cambio climático ni al efecto invernadero.
Tampoco a que por su afán de comer con poca sal ande renqueante de sodio. La causa está en toda la tinta bajo su piel que altera su sistema natural de refrigeración: sudará menos y perderá más sodio, indispensable para los intercambios celulares.
Suena a escenario poco propicio para cruzar la meta con garantías pero es la conclusión de un estudio del departamento de Fisiología de la escuela universitaria Alma College (Michigan, EU), dirigido por el profesor Maurie Joe Luetkemeier. El punto de partida es el innegable auge de los tatuajes entre deportistas y marines.
Dejando a un lado el sector castrense, no hace falta buscar mucho para comprobar que la tinta subcutánea cotiza al alza entre los astros del deporte. Ahí están los bíceps animados con iconografía olímpica del gimnasta alemán Marcel Nguyen o los brazos del futbolista Sergio Ramos donde apenas quedan milímetros de piel libres de trazos.
La cuestión que Luetkeimeier y su equipo se plantea es si esos depósitos de pigmentos permanentes, localizados a una profundidad similar a la de las glándulas sudoríparas ecrinas (de 3 a 5 milímetros), interfieren en la capacidad de sudar del atleta (o del marine). Para analizarlo contaron con 10 voluntarios, todos ellos varones, sanos y con una lustrosa media de edad de 21 años. Todos con algún tatuaje en brazos, hombros, espalda o torso de como mínimo 5.2 centímetros cuadrados. La única condición era que en el flanco opuesto la piel estuviera limpia (esto es, un brazo o un costado tatuado y el contrario, no).
Una vez reunidos en una situación controlada —no les pusieron a correr bajo la solana, ya que aquí el nivel de entreno de cada sujeto determinaría también su velocidad, capacidad de adaptación al calor y tasa de sudor; todo fue más aséptico e igualitario—, los científicos les indujeron el sudor mediante iontoforesis —una técnica que consiste en aplicar corriente eléctrica de baja intensidad de forma local para introducir sustancias activas en la piel—, en una agradable sala entre 19ºC y 21ºC, usando discos de agar —unas placas utilizadas habitualmente en pruebas de sensibilidad a agentes microbianos pues permiten hacer cultivos— impregnados con una concentración de nitrato de pilocarpina al 0.5% (esta composición se emplea en concentraciones del 2% para bajar la presión del ojo y tratar glaucomas, ya que su efecto sobre las glándulas sudoríparas y salivales permite que fluya más líquido al interior del ojo).
¿Los tatuados rinden menos?
Los resultados fueron como para pensárselo. En las zonas tatuadas solo se producían 0,18 miligramos de sudor por centímetro cuadrado y por minuto, mientras que en la piel exenta de tinta se registraban 0,35 miligramos. O sea, la mitad de gotas de sudor. La concentración de sodio tampoco salía bien parada: nueve de 10 participantes tenían una cantidad de sodio en el sudor de las zonas tatuadas considerablemente más alta que en las limpias.
“Es posible que la función sudorípara quede afectada por el trauma producido con la aplicación reiterada de punciones en la dermis para introducir la tinta”, señala el estudio. “Otra explicación”, continúa, “es la posible presencia de alumnio, un metal habitual en la composición de las tintas. Y sabemos, por estudios realizados con desodorantes, que el
aluminio reduce la producción de sudor. Cuánto dejará de sudar cada individuo tatuado es ya imposible de valorar, ya que la composición y concentración de las tintas empleadas en cada trabajo varía de un artista a otro”.
Pese a que la muestra es pequeña –solo 10 sujetos– Luetkemeier y su equipo concluyen que se ha abierto el melón a futuras investigaciones sobre la incidencia de los tatuajes a gran escala en la termorregulación corporal.