Plantear una educación sin castigos, tanto en el ámbito familiar como escolar, hace que se disparen las alarmas generadas por los prejuicios, las creencias y los miedos arraigados en nosotros con la fuerza de los siglos y la inercia de la cultura predominante. Sin embargo, dicen los expertos que estamos en constante evolución y que somos sustancialmente más inteligentes que hace algunos miles de años, lo que debiera traducirse sobre todo en una mayor adaptabilidad y flexibilidad.
Desde la psicología y otras ciencias que estudian al ser humano, y aunque con muchas limitaciones aún, tenemos un mayor conocimiento de cómo funciona la psique humana, qué nos mueve, qué nos hace aprender, a qué tememos, qué buscamos. En este contexto, nace un planteamiento filosófico, pedagógico y psicológico donde algunos profesionales y padres planteamos una educación exenta de castigos, de ninguna índole.
Nuestra sociedad evoluciona hacia leyes más civilizadas, democráticas y respetuosas con los derechos humanos y hoy por hoy, muchas formas de castigo que se usaban antes serían constitutivas de delito. Sin embargo, las sociedades cambian antes sus leyes que sus mentalidades. Hacen falta varias generaciones para erradicar una forma de pensamiento.
En lo que tiene que ver con el castigo llevamos una evolución paralela, cambiando a formas menos aversivas, generalmente no físicas, pero todavía sostenidas sobre la creencia de que el castigo educa.
Y si bien es cierto que mediante técnicas punitivas es posible modificar la conducta indeseada, no es menos cierto que no se logrará un efecto a largo plazo y que la motivación para elegir hacer las cosas de forma ética no tendrá nada que ver con la motivación interna, sino con la evitación de dicho castigo. Es decir, cuando educamos, lo que buscamos es que nuestros hijos o alumnos se manejen desde una conducta ética, moral, solidaria, respetuosa con las normas y con los demás. Sin embargo, no es ese el efecto que se consigue a través del castigo a una conducta inadecuada.
Pero además, está suficientemente demostrado que el castigo no modifica la conducta a largo plazo, no educa, deteriora el vínculo entre el niño y el adulto, genera resentimiento, conductas evitativas, y violencia. Fragiliza una autoestima en construcción, genera ansiedad y miedo, y perpetúa el modelo anacrónico, simplista e ineficaz de educación que ya no defenderían ni los conductistas más radicales. Se trata de un modelo aprendizaje que corresponde al siglo pasado y experimentado inicialmente con animales, para generalizarlo después al comportamiento humano.
Luego el castigo no produce un aprendizaje de los valores que pretendemos inculcar. Es una enorme paradoja, porque cuando se les pregunta a los padres qué quieren para sus hijos, la mayoría responde que sean buenas personas y que sean felices.
Llegados a este punto, la pregunta es cómo hacer para que nuestros hijos hagan lo que debe hacerse. Y es aquí donde se impone un cambio radical de paradigma: si yo quiero ayudar a un niño a aprender formas adecuadas de conducta y a convertirse en la mejor versión de sí mismo que pueda, tendré que utilizar otras herramientas alejadas completamente de cualquier acción punitiva.
Hablamos de construir un vínculo sólido, basado en la confianza mutua, donde quedan fuera planteamientos tales como “ellos siempre quieren salirse con la suya”, “si no te impones, te comen”, etc.… que traducen una visión de la relación con nuestros hijos desde el punto de vista de “ganar-perder”, donde yo adulto tengo que imponerme al niño para educarle. Una visión de la relación basada en el enfrentamiento subliminal o explícito donde hay “quien sale ganando o perdiendo”.
Cambiando la mirada que hemos interiorizado a través de una cultura genuinamente violenta, cambiaremos la forma de relacionarnos, especialmente con nuestros hijos. Esto no es una batalla (aunque a veces logremos convertirlo en eso), es un proceso de aprendizaje y ojalá que de disfrute, donde soy referente y filtro para un ser humano que empieza a aprender la vida.
Y no se trata de ausencia de límites ni de normas, ni mucho menos. Se trata de un marco de juego donde ellos, nuestros hijos, son parte esencial y necesaria de su construcción. Normas negociadas, flexibles, argumentadas, con un sentido que beneficie a ambas partes. Y unas consecuencias naturales derivadas de su no cumplimiento, sin artificios forzados por parte del adulto.
Queremos que aprendan a vivir salvaguardando y cuidando lo más preciado de que disponen: a sí mismos.
Muchas voces adultas dirán que ellos fueron educados con los castigos necesarios y que se lo agradecen a aquellos que se los impusieron porque lo hicieron por amor y por su bien. Pero muchos de estos adultos carecen de autoestima, de autocontrol, de sentido vital.
Dice Albert Einstein que “ningún problema puede resolverse sin cambiar el nivel de conciencia que lo ha engendrado”. Se puede y se debe educar sin castigar. Se requiere un cambio interno en nosotros, los padres, los educadores. Se requiere una gran dosis de criterio y valentía. Nuestros hijos no son el enemigo.