El mal de cada día

Las decapitaciones y atentados de ISIS o el avión estrellado por Andreas Lubitz en los Alpes, han afianzado una idea espectacular de la maldad absoluta

Especial / El País

La idea de un “mal absoluto”, como ocurre con casi todo lo absoluto, acostumbra a tener un trasfondo teológico. Incluso cuando se utiliza en contextos aparentemente profanos, como por ejemplo para describir la política de exterminio nazi, suele referirse a menudo a la incompatibilidad de este hecho histórico con la existencia de un dios bueno, como una suerte de evidencia antiteológica de que existe un principio malo equivalente o superior al “bien supremo”, o una divinidad diabólica y abyecta. Una hipótesis, por cierto, nada desdeñable. 

También se ha hablado algunas veces de “mal absoluto” para referirse al terrorismo, y muy especialmente al que ahora llamamos “yihadista”, que ha dado terribles muestras, desde las decapitaciones filmadas de secuestrados por el ISIS a los atentados de París, de su capacidad de vileza este año, que también ha sido el que ha visto cómo el copiloto Andreas Lubitz estrelló deliberadamente un avión con 150 pasajeros en los Alpes. Con lo de “absoluto” se pretende decir que su maldad no puede explicarse o comprenderse por las circunstancias de sus protagonistas y que estos, a diferencia de lo que cantaba Jeanette, no son rebeldes “porque el mundo les hizo así”, sino más bien “rebeldes sin causa”, sin razón ni justificación posible, como si se tratase de algo innato o emanado del abismo de la psicosis, de una malicia sin por qué. Y es esta figura de la “maldad absoluta” —que culmina en el mito romántico del “lobo solitario”— la que a menudo se ha apoderado este año de los titulares.

La razón del éxito obtenido por esta figura es doble. Por una parte, tiene que ver con la desaparición del llamado “equilibrio del terror” que después de 1945 aseguró la paz en Occidente: del mundo polarizado entre dos enemigos bien avenidos y, en definitiva, apoyado sobre la lógica de la guerra (fría), hemos pasado a un orden en el cual sólo hay una potencia militar capaz de hacer la guerra a nivel mundial, y los enemigos de esta potencia ya no pueden ser Estados rivales que se comparen con ella en capacidad ofensiva y defensiva, sino únicamente adversarios desiguales sin residencia fija que compensan su inferioridad combatiendo de forma irregular, desleal, sorprendente y espectacular, incluyendo la difusión global de vídeos gore. De ahí que cueste tanto trabajo llamar “guerra” a la lucha contra estos nuevos enemigos. El hecho de que, además, revistan sus agresiones con el discurso religioso de una cultura que no es “la nuestra”, aumenta a nuestros ojos su dimensión de alteridad (no son diferentes de nosotros porque sean malos, son malos porque son diferentes). Y, por otra parte, la atracción de esta imagen se debe a la manera en la que se difunden hoy los impactos informativos: llegan a las pantallas inmediatamente, pero también completamente exentos de discurso, y mucho más de elaboración periodística, como imágenes de cine mundo, desvinculadas de sus condiciones históricas, de sus contextos, de sus raíces prácticas, lo que afianza la impresión de un mal “sin causas ni razones”, que acumula en su rincón todos los rasgos de lo “inhumano”, mientras que quienes les combaten se arrogan los derechos de la humanidad.

En definitiva, de un mal que era “relativo” porque hundía sus raíces en la historia, parece que hemos pasado a uno que aparece en la historia como una interrupción, como un relámpago, causa grandes estragos y luego se desvanece entre la niebla.

Esta imagen expresa muy bien el espíritu de nuestro tiempo, pero, ¿hasta qué punto podemos darle crédito? Aunque haya cosas tan malas que quisiéramos subrayar nuestro desacuerdo con ellas diciendo que son “absolutamente” malas, no podemos nunca conseguir que esa “condena absoluta” de ciertas acciones o conductas exima a sus autores de su pertenencia a la misma condición humana de la que formamos parte sus testigos y sus víctimas. El mal no es nunca “absoluto” en el sentido de que proceda de un principio oscuro cósmico o infernal; la raíz de la que proceden todos los males es la libertad. Precisamente por eso hemos de desconfiar intransigentemente de todos aquellos que nos prometen, en cualquiera de las muchas versiones de esta promesa, acabar definitiva y absolutamente con el mal, porque ello sólo podría hacerse al precio de extirpar del mundo toda libertad. Lo cual no significa, por supuesto, que tengamos que aceptar mansamente las atrocidades, empezando por la barbarie del terrorismo.

Lo único que tenemos que hacer mientras las combatimos con todas nuestras fuerzas es recordar que nuestros enemigos están hechos de la misma pasta que nosotros, y que la mezquindad que consiste en justificar el sufrimiento ajeno como un medio necesario para conseguir nuestros fines no es un impulso ajeno a ningún corazón de los miembros de nuestra especie.

(José Luis Pardo es filósofo)