Ciudad de México
México busca a un ángel exterminador. No tiene nombre ni rostro ni edad. Pero todos saben lo que hizo. A las seis de la madrugada del lunes, en un autobús de línea desplegó las alas de la venganza y mató sin titubeos a cuatro asaltantes. Fue una ejecución gélida, sorda, abismal. Desde la penumbra de los asientos traseros, el hombre aguardó a que los ladrones desvalijasen al pasaje y cuando el robo ya entraba en los momentos finales se levantó y, uno a uno, los liquidó. Luego devolvió los bienes robados a sus dueños, ordenó parar el autobús y se perdió en la salvaje noche mexicana.
Ningún testigo le ha delatado. Ni siquiera el conductor del transporte. Todos se amparan en la oscuridad que reinaba para evitar dar su descripción. Pero la misteriosa figura y su letal determinación han despertado un inquietante debate en un país estragado por todas las formas posibles de violencia. El fugitivo es visto por muchos como un justiciero. Hay quien aplaude abiertamente la matanza y otros la consideran una consecuencia del fracaso de las autoridades. Ángel o demonio, sus actos no dejan a nadie indiferente.
Los hechos, según la reconstrucción obtenida por EL PAÍS de la fiscalía y personas cercanas al ataque, ocurrieron entre las 5.30 y las 6.00 del lunes. El autobús se dirigía, aún de noche, desde San Mateo Atenco a la Ciudad de México. Eran 62 kilómetros por buena carretera, 53 pasajeros adormilados. En la parada de San Pedro Tultepec, lo asaltantes subieron como un viajero más. Cinco kilómetros después, a la altura de Ocoyoacac, dio comienzo al atraco.
El cabecilla apuntó con un arma al conductor; el resto empezó a despojar al pasaje de su dinero y teléfonos. Hubo insultos y golpes. Un hombre sentado en la parte de atrás se resistió y fue reducido a la fuerza. Los ladrones, navaja en mano, iban guardando el botín en dos mochilas.
A la altura del kilómetro 35, el vehículo empezó a aminorar la velocidad. El jefe no había dejado hablar por su celular. El resto de la banda le esperaba a sólo 3.000 metros, en una curva temida por los transportistas. Un recodo donde los robos y tiroteos son frecuentes. Cuando ya faltaba poco por llegar, los ladrones se acercaron a la puerta. Ese fue el momento que escogió el hombre del fondo para ponerse en pie. Sacó una pistola, apuntó en silencio y apretó cuatro veces el gatillo. No falló. Cada bala alcanzó a un asaltante. El autobús seguía en marcha.
El cabecilla fue el primero en caer. El tiro le atravesó el omoplato izquierdo y le reventó la carótida. Murió desangrado. Sus tres compañeros, heridos y aterrorizados, se agolparon ante la puerta. El exterminador, desde lo más profundo del pasillo, se dirigía hacia ellos. El transporte orilló abruptamente; la puerta se abrió. Primero rodó el cadáver del jefe; luego saltaron los otros tres atracadores. Intentaron huir, pero la venganza no les dejó ir muy lejos. Al pie del autobús, en plena fuga, fueron eliminados uno tras otro.
Con la muerte en los ojos, el exterminador tomó las mochilas y, tras devolver lo robado al pasaje, pidió que no le delataran. A 500 metros, en pleno parque natural de La Marquesa, descendió y se hundió en la espesura. El alba aún estaba por venir. El autobús siguió hacia su destino. Atrás habían quedado los cuerpos de Víctor Martínez Gómez, Arturo Martínez Hernández, Jorge Arturo García López y Gustavo Gil García. Eran primos y habituales del robo. Hasta la fecha se les ha vinculado a 30 asaltos.
Después de su huida, el misterio en torno al vengador no ha dejado de crecer. Aparte del mutismo de los testigos, la fiscalía no ha facilitado ninguna identidad. Los expertos en seguridad especulan que se trata de un policía o un militar. No sería la primera vez. El 17 de agosto pasado un soldado vestido de civil acabó con la vida de dos atracadores en un autobús de Naucalpan de Juárez. También cabe la posibilidad de que fuese un sicario o simplemente un ciudadano harto y armado. El año pasado fueron asaltados en México, según cálculos patronales, unos 3.000 autobuses, apedreados 2.732 y tomados ilegalmente 1.589. Sólo en el Valle de Toluca, la zona de los hechos, han caído 600 transportes a manos del crimen organizado. Los justicieros han empezado a multiplicarse.
“La dejación del Gobierno es radical, no se toman las medidas necesarias y los estados se refugian en que se trata de un problema federal”, afirma Alejandro Hope, antiguo directivo del servicio de inteligencia mexicana. “Hay violencia, tiros y pasajeros heridos. La percepción de inseguridad ha aumentado y también los transportes ilegales; las autoridades no actúan para imponer la ley”, señala el responsable de la Cámara Nacional de Autotransporte en el Estado de México, Odilón López Nava.
En este clima, el miedo se ha vuelto un pasajero habitual. Muchos ciudadanos viajan con el mínimo de dinero y sin objetos de valor. Algunos van armados. “La gente se siente desamparada y harta de ser víctima. En ausencia de la autoridad, este tipo de vengadores genera simpatía; es alguien que les defiende”, dice Hope.
Perseguido, admirado, odiado, el fugitivo ha despertado como pocas veces el interés de los mexicanos. El enigma de su identidad agiganta las especulaciones. Y las pistas son escasas. El hallazgo en la parte trasera del autobús de una bolsa con dos carteras y un teléfono móvil abrió a los investigadores una esperanza que ya se ha marchitado. De momento, nadie sabe donde está el ángel exterminador. Su rastro se pierde en la noche de México.