Ocós (Guatemala)
“Que paguen los 8.000 pesos (400 dólares) y listo”, zanja el pollero a través de un mensaje de audio de WhatsApp.
“Y si los vergas tienen miedo (…) que te paguen a ti, y si no, los tiras (envías) rodeando (por tierra) y te sale mejor” sentencia en un segundo mensaje.
La primera conclusión es que por el tono empleado, está claro quien manda. La segunda es que en el negocio del tráfico de personas, no se regatea. Las tarifas las fija el pollero. Punto.
Cada año transitan por México 400.000 migrantes y refugiados, principalmente centroamericanos, con menos de 60 dólares en el bolsillo, que participan de un éxodo silencioso hacia Estados Unidos.
Una parte utiliza el tren de mercancías conocido como la Bestia. Sin embargo, cada vez son menos los migrantes que se arriesgan a subir al tren desde que el Gobierno mexicano, en una peculiar medida humanitaria, obligó a elevar la velocidad de 30 a 60 kilómetros por hora, lo que aumenta el riesgo de sufrir una mutilación al intentar encaramarse.
Cientos de ellos han encontrado una alternativa en la nueva Bestia del mar. Lanchas atestadas de gente que pasan cada día por delante de la costa de Chiapas rumbo al norte.
El peligroso municipio de Ocós, en Guatemala, y el paradisiaco Mazatán, en la costa de Chiapas, son los epicentros de una industria de migrantes que sale de Guatemala, pasa por el Itsmo de Tehuantepec hacia Veracruz y termina como mercancía asustada en Tamaulipas, en la frontera con Estados Unidos.
“Por aquí salen o pasan unas tres o cuatro lanchas diarias con 15 ó 20 pollos cada una”, confirma Gabriel Ortega, concejal y mano derecha del alcalde de Mazatán.
Salvadoreños, hondureños y guatemaltecos huyen de la pobreza y la violencia de las pandillas por una de las tradicionales rutas del narcotráfico utilizando las viejas lanchas de pesca, ahora con nuevos motores Yamaha.
Sentado en una hamaca junto al embarcadero de San José, a unos kilómetros de Mazatán (Chiapas) otro pollero, hoy retirado, hace una pausa, se ajusta la gorra de béisbol, y recuerda aquel día del año 2000, en que El pelón, un conocido suyo, ahogó en el mar a 14 personas porque no querían pagar, en una de las mayores tragedias que se recuerdan en la zona.
“Aquí son muchos los que se dedican a eso y ya hay algunos pescadores presos”, explica balanceándose. El pescador sin dientes que durante tantos años se dedicó a mover centroamericanos, dice que el tráfico de personas es una alternativa a la captura del chato o el camarón “porque el mar ya no da”.
Hace nueve meses, frente al mismo muelle en el que bebe una cerveza Victoria tras otra, fallecieron tres niños al volcar una lancha en la que viajaban 20 personas.
Aunque no hay cifras sobre el número de víctimas o de migrantes que se mueven de forma clandestina y nocturna por el mar, se trata de una ruta cada vez más frecuente ante la presión en tierra y el aumento de las detenciones y deportaciones. El año pasado EE UU deportó a 96.000 migrantes frente a los 147.000 de México según datos oficiales.
“La ruta se había mantenido oculta y se dedicaba al tráfico de droga pero en los últimos meses se ha sistematizado como una ruta para mover personas”, explica José Luis González, sacerdote jesuita que trabaja con refugiados en Frontera Comalapa.
Por una cantidad que oscila entre los 400 y 800 dólares —para los cubanos puede ser el doble— esta ruta permite a los centroamericanos avanzar desde Guatemala a Salina Cruz o Huatulco, en Oaxaca.
De esta forma, evitan los seis controles migratorios más duros del país, parte del cinturón policial que el Gobierno mexicano ha desplegado en el sur del país en el marco del Plan Frontera Sur, financiado parcialmente por Estados Unidos.
Ocós, territorio Zeta
Después de varias vueltas intimidatorias con la moto, finalmente, el joven con la camiseta del F.C. Barcelona se acerca. "¿Quieren lancha para el norte?", dice. “Vayan donde doña Beti. Ahí ella los ubica”, contesta señalando un miserable hotel al final de la calle.
Ocós, en Guatemala, donde arranca la industria marítima del tráfico de migrantes, es un aseado municipio de 40.000 habitantes del Departamento de San Marcos.
Aparentemente es un apacible lugar de vacaciones con una vía principal que desemboca en una espectacular playa.
Es también uno de los puntos estratégicos del cártel de los Zetas para la salida de droga de Centroamérica y el repostaje de embarcaciones con cocaína de Colombia, uno de los corredores más importantes del narcotráfico mundial.
Los Zetas no han dejado escapar uno de sus negocios más rentables, el tráfico de personas, y controlan la cadena completa de una ruta que comienza en estas playas.
Pero no. La oronda mujer no está por la labor. Mira a los periodistas, desconfía y resopla de nuevo: “Ya se lo dije, nosotros no nos dedicamos a eso”.
Tres personas distintas nos han enviado con ella para hacer el viaje por mar, pero desconfía. “Mi hermano es pescador y no anda en esas cosas”. “Y en este hotel”, dice señalando uno de sus negocios, “ni siquiera permito alojarse aquí a los que no son de México o Guatemala”, añade. Sin embargo, la gente de su pueblo piensa otra cosa.
En ese hotel de mala muerte los migrantes centroamericanos, pero también los conocidos como “exóticos” —asiáticos y africanos principalmente— aguardan varios días hasta que se conforman los grupos de 15 para emprender la ruta.
La travesía dura de seis a ocho horas.
En la popa hay dos motores de 120 caballos, en la proa, 500 litros de gasolina en bidones y, sobre las cuadernas 20 atemorizados migrantes encogidos sobre una llanta semivacía que podría servir de flotador, cruzando el Pacífico por la noche sobre enormes olas plateadas.
“Esa gente sufre”, dice el miserable pollero sin dientes y sin escrúpulos, mirando hacia el punto en el agua donde en junio se ahogaron tres niños.
Los periódicos de aquel día recuerdan que cuando la policía llegó al lugar, encontró un padre arrodillado llorando junto a los cuerpos de sus hijos. El resto de la tripulación escapó entre la maleza cuando puso un pie en tierra y siguió camino a EE UU. Pobres traficados por pobres en el sur de Chiapas.