El doctor Raúl Escamilla asegura que, en muchos casos, la esterilización de pacientes con esquizofrenia es la mejor opción.
—Cuando la mujer puede estar en riesgo de sufrir violencia sexual, o si no hay un control de los impulsos y la conducta sexual se da forma desinhibida o inapropiada, los doctores podemos aconsejar a la familia que se use un método de planificación familiar definitivo.
Escamilla niega que se amenace y coaccione a las mujeres que no aceptan la esterilización, pues está en favor de que los pacientes procreen cuando son individuos estables, que admiten su enfermedad y se comprometen con el tratamiento.
De lo contrario, dice, las consecuencias pueden ser fatales.
En México existen casos como el de Claudia Mijangos, quien en 1989 mutiló y asesinó en una crisis a sus tres hijos de 11, nueve y seis años; o el de Rocío Hernández, quien prendió fuego a sus dos pequeños de 11 y cinco años en 2009; y recientemente, el de Blanca Esthela Salazar Castro, quien golpeó a su hijo de seis años de edad hasta la muerte porque no la dejaba dormir. Esos y otros miles de casos prueban cómo las alucinaciones y delirios propios de la esquizofrenia pueden concluir en tragedia.
Para las mujeres diagnosticadas y sometidas a tratamiento, el embarazo y sus cambios hormonales, así como la gestación y el parto, pueden provocar alteraciones y crisis.
La maternidad también es delicada, pues nadie puede asegurar que la madre poseerá estabilidad para cuidar a sus hijos.
En muchos casos, la familia es la que toma las decisiones sobre la vida sexual de las pacientes y opta por la esterilización para evitar embarazos.
Para una mujer con esquizofrenia experimentar la maternidad significa una afrenta a su propia condición casi imposible de lograr. Sin embargo, existen apoyos de los que se pueden auxiliar.
Las pacientes del hospital Juan Ramón de la Fuente que desean ser madres se pueden someter a estudios genéticos para saber la probabilidad que tienen de heredar su padecimiento a sus hijos y los doctores pueden prescribir un tratamiento para no dañar al producto durante la gestación.
La decisión parece depender de cada paciente, al menos de aquellas a las que se les da la oportunidad de decidir.
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Era la primera vez que Sergio veía a su madre perder el control. Tenía siete años y en su boca se mezcló el sabor del miedo con el ácido de la curación de muela que le acababan de colocar. Entonces vio a su madre desmoronarse en lágrimas y comenzar a levantar los trastes que había arrojado.
“A pesar de sus ataques, ella nunca me hizo nada. No tengo nada que reclamarle; al final, ella no tiene la culpa de su enfermedad”, explica en entrevista con emeequis.
Sergio Sánchez Saavedra es un chico delgado y alto, de rostro afilado y cabello quebrado. Acaba de terminar la carrera de contaduría en el IPN, trabaja en un despacho. Tiene 25 años y no tiene esquizofrenia. Le gusta el beisbol, es aficionado de los Diablos Rojos del México y es capaz de mencionar de memoria todos los resultados de las diferentes ligas en México.
Uno de sus dos mayores deseos en la vida es poder ir a un juego de Grandes Ligas en Estados Unidos. El segundo, vivir sin la ansiedad de pensar que su madre puede sufrir un accidente si llega a entrar en crisis cuando él está en el trabajo.
No le resulta fácil hablar sobre su vida con Rocío. Desde su infancia, recuerda a su madre como una mujer de mirada perdida y abatida, sumida casi todo el tiempo en el silencio y la tristeza.
A pesar de las crisis que llegó a atestiguar, Sergio atesora ciertos momentos, breves destellos aislados en una noche muy larga: las salidas al parque, al cine, las comidas que ella nunca se olvidó de preparar. Fue un niño consentido, dice, y la mayoría del tiempo vivió la enfermedad de su madre como algo amargo, pero siempre ajeno.
Cuando Rocío Saavedra fue diagnosticada con esquizofrenia, él tenía ya nueve años y lo mandaron a vivir con familiares a Ensenada, Baja California.
Sentado en el sofá cama donde duerme su madre, Sergio asegura que nadie se percató de la enfermedad. “Toda la familia pensaba que mi mamá era muy sentimental y explosiva, nunca pensaron que tenía un problema”.
Cuando supo el diagnóstico, más que angustiarse, Sergio se tranquilizó. Contar con un diagnóstico médico ayuda a ubicar el origen del mal, del dolor; una explicación que echaba una luz sobre la fragilidad anímica de Rocío. Y, sobre todo, una posible solución gracias al medicamento.
El miedo a heredar los delirios de su madre lo persiguió varios años. Durante la preparatoria comenzó a sentirse distraído, lejano, igual a su madre cuando se abstraía del mundo y contemplaba el espacio vacío. Los años pasaron, entró a la universidad y la esquizofrenia jamás apareció.
Ahora, muchos años después, Sergio es el único capaz de tranquilizar a su madre durante los brotes psicóticos. No lamenta nada pero admite que es difícil cuidar de la enfermedad de su madre. Le ha exigido jornadas dobles y sacrificios en su vida personal.
Entender cada día más las voces que aquejan a su madre, las alucinaciones y los recuerdos, le ayuda a entender de dónde viene y qué le depara el destino en un árbol genealógico tocado por esquizofrenia.
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Cuatro años de ser madre le han dejado lecciones a Eunice Escobar. La primera, olvidar las recriminaciones de su familia y conocidos. La segunda, dejar que su hija Hanna viva sin miedo a caerse en la resbaladilla.
“Todos los días alguien me dice: ‘Fuiste irresponsable al tenerla’. Me culpan: ‘La trajiste a sufrir a este mundo’. Me dicen: ‘No puedes ser madre’. Incluso hay miradas de reprobación cuando la niña hace un berrinche, cuando llora, algo que todo niño hace”, explica mientras ve a su hija jugar en el parque cerca de su casa.
Hanna es una niña que habla poco pero sus ojos verde ciruela son expresivos y retadores. Su cabello rubio y ondulado le vuela sobre el rostro cuando sube a la resbaladilla y levanta el brazo para saludar.
Suele agredir a sus compañeras de escuela, soltarles mordidas y golpes de forma recurrente. La psicóloga que le da seguimiento en la escuela define a Hanna como una niña temperamental a la cual le cuesta trabajo controlar sus emociones; es muy explosiva, pero contradictoriamente, también puede ser muy noble y empática con el dolor de sus personas queridas.
Hace un año los médicos le diagnosticaron epilepsia. Los maestros la encontraron tirada en los baños, estremeciéndose sin control. Su madre la llevó al hospital y su cuerpo endeble seguía cimbrándose en un terremoto interno que le hinchó el rostro con sangre y la hacía contorsionarse sin control, buscando un abrazo de su madre. Más de 20 veces entró en crisis antes de llegar a la clínica.
La epilepsia es uno de los primeros síntomas que anuncian la esquizofrenia. El pronóstico médico indica que su hija, esa niña de ojos bravos, tiene 60 por ciento de probabilidades de padecerla.
El esposo de Eunice también sufre de esquizofrenia paranoide, se conocieron hace nueve años en el hospital psiquiátrico y ese chispazo de fascinación al margen de la cordura los llevó a casarse y a vivir juntos.
Hoy son un ejemplo para muchos pacientes que se sienten incapaces de tener una relación amorosa en la cual encontrar apoyo. Sin embargo, para su hija, la enfermedad de sus padres también complica el pronóstico. Hanna podría presentar una discapacidad aún más grave que la de ambos.
Eunice Escobar dice: “Pude haber buscado a alguien que no estuviese enfermo para bajar el porcentaje de probabilidad, 30, 20, quizá”.
Observa a su hija trepar de nuevo en el tobogán. Parece sumergirse en una reflexión y emerge segundos después, con una sonrisa ligera. “¿Por qué el amor tiene que ser medido con porcentajes? Así no funciona la vida”.
La esquizofrenia ya no la asusta, su régimen estricto de medicamento le ha ayudado a dejar atrás las alucinaciones y le permite trabajar haciendo joyería mientras cuida a Hanna.
Entiende que su hija quizá tendrá que luchar con la enfermedad, al igual que lo hizo ella durante tantos años. Pero eso no es lo peor que le puede pasar. ¿Qué podría ser peor que luchar toda la vida contra su propia mente? “Lo peor sería que no pudiese vivir como ella quiere, que tuviera miedo a caer en la resbaladilla, por ejemplo, que nunca más quisiera subirse”.
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Sólo escuché su voz por el teléfono, dijo ser reportero. Por eso, ahora que está frente a mi puerta, le pido su IFE. Leo su nombre: Juan Manuel Coronel. Los últimos números de su folio:1534; tiene sentido.
Antes había una mujer vieja y de lentes que veía en todas partes. La muy desgraciada me seguía. Muchas veces nos peleábamos a golpes en la calle. Nunca supe si era real o sólo destellos enfermos de mi mente, así me suele pasar. Él dice que es reportero, nunca he visto uno, pero me parece muy real hasta ahora.
Subimos hasta el cuarto de servicio en donde vivo con mi hijo de 25 años, quien fue a trabajar desde temprano. Es un lugar pequeño, modesto, pero cuenta con una ventana enorme desde donde se aprecia la colonia hinchada de jacarandas.
Nos sentamos en la mesita junto a la estufa y le explico cómo fue mi embarazo. El agua del café hierve hasta evaporarse casi por completo sin que me percate.
Le digo que de nada me sirvió mi carrera de cirujano dentista por la UNAM, ni mi trabajo como jefa de sección del ISSSTE. Nunca me di cuenta de que estaba enferma, podrida por dentro, como me dicen las voces.
Mis médicos de confianza, los que me habían atendido toda la vida, no me encontraron nada. Era como si las voces se escondieran apenas presentían la cercanía de un doctor. Al final, todos se burlaban de mí, me sacaban a patadas de sus consultorios.
Perdí mi trabajo y mi consultorio dental. Me resigné a escuchar las voces y encontré refugio en la casa, en tenerla ordenada, en cuidar a mi hijo, alimentarlo, llevarlo a la escuela, cuidar que hiciera la tarea, protegerlo de mi misma. Me costaba tanto hacerle el lunch y vestirlo, me costaba tanto no ponerme a gritar desesperada.
Un día, viendo la tele con mi esposo, entró un anuncio especial, era el presidente Salinas de Gortari que me decía: “Hay un pago para ti”. Le grité a mi esposo que se callara, que no me dejaba escuchar y pasé semanas obsesionada por encontrar dónde ir a cobrar el dinero que me había dejado el presidente.
Mi esposo se dio cuenta de ese comportamiento errático y me llevó con una espiritista. Me hicieron todo tipo de limpias. Nada mejoró.
Le explico al reportero que al final abandoné a mi marido y nos fuimos con mi madre, luego me separaron de mi hijo. Me encerraron. Ya no recuerdo en qué orden. Yo rogaba porque algo me salvara y fui yo la que terminó encontrando una salida. Yo fui a pedir ayuda en el psiquiátrico.
La primera vez que tomé un medicamento para controlar la esquizofrenia, mi hijo tenía nueve años. A los tres días las voces se fueron, nadie me atacaba, nadie murmuraba. Estaba tan feliz que bailaba.
Me he quedado callada sin darme cuenta, jugueteo con los anillos en mis dedos y veo en la ventana cómo llegan nubes oscuras llenas de tormenta. Me río con alivio.
He dejado de tomar medicamentos por cuestiones legales. Estamos en un juicio de interdicción, el trámite para que mi hijo quede a cargo de ejercer mis derechos y tomar decisiones sobre mis bienes. El abogado dijo que necesitaba suspender mis medicamentos para demostrar que soy una persona incapaz y sin control de mi misma.
Lo hago por mi hijo. Le explico al reportero que mi hijo es un buen chico que ha logrado mucho a pesar de mí y no ha tenido nada fácil en la vida.
¿Ya viste?, le digo al periodista. La tarde se oscureció por completo, quizá anocheció, quizá es la tormenta que devora la ciudad.
La época de lluvias es la mejor del año para mí. Las gotas de lluvia se impactan en el cristal, en el techo, desatan un armonioso escándalo.
Respiramos el aire húmedo que se arremolina en mi cuarto de azotea. La lluvia es lo único que me impide escuchar las voces, ahora que no tomo la medicina. El sonido del agua es la única tregua que tengo.
El cielo se deshace.