Enterrador desde hace 50 años, don Antonio convive con la vida y la muerte todos los días. Sin miedo a lo sobrenatural, recorre por las noches gran parte del Panteón Sanctórum, ubicado en la delegación Miguel Hidalgo, para checar que todo esté en orden.
Afuera, poco después de las 17:00 horas, la conflictiva circulación de vehículos de transporte público y privado en la avenida México-Tacuba apenas se interrumpe para permitir el paso de una carroza fúnebre. La fila de autos que acompañan al cortejo se detiene obligada por el sonido del silbato de un civil que dirige el tráfico.
Recargado en la puerta del panteón, don Toño asegura que “aquí ya no hay fosas disponibles, todo está lleno. La mayor parte son terrenos con perpetuidad, muchos de los cuales no reciben una visita desde hace varios años de parte de los familiares”.
Con un dejo de tristeza, comenta que en este camposanto existen tumbas abandonadas, que quizá estén así porque los familiares de esos difuntos también están muertos o simplemente se olvidaron del ser que algún día quisieron y que vinieron a dejar allí.
Don Toño no cree en las apariciones de muertos ni en las historias de terror que se tejen alrededor de los cementerios. “Aquí todos me conocen y yo conozco a todos, trabajo para ellos, para mantener limpia su última morada, yo creo que por eso nunca he sentido miedo, porque estoy seguro que ellos tampoco quieren asustarme, porque están descansando”, dice.
Dentro del cementerio, el viento frío sopla entre los cientos de sepulcros, como si sólo quisiera acariciar la piel de los difuntos sin despertarlos. Las tumbas lucen flores marchitas que el pasado 2 de noviembre las adornaron. El cempasúchil en los floreros apenas conserva su color amarillo.
Cuando llegó a trabajar al cementerio hace 50 años, don Antonio no pensó que se quedaría tanto tiempo; “nunca imaginé que cuidar el descanso de los muertos y vigilar la seguridad de cientos de difuntos sería algo importante para mí”.
Dirige la mirada hacia donde están las tumbas y explica que estar con ellos tanto tiempo, hace que la muerte sea tan natural como la vida. En el panteón hay pocos trabajadores. “Entonces, con quienes a veces yo mismo me sorprendo platicando, es con ellos”.
Cuando llega a realizarse alguna exhumación, para que se lleve a cabo un entierro, el contacto con los restos de la persona obliga al corazón a estrujarse, a sentir tristeza. Muchas veces al abrir el féretro de madera carcomido por la humedad y la tierra, o el de metal oxidado y sin brillo, los huesos conservan su lugar exacto.
Muchas veces alguna prenda de vestir revela el sexo del difunto, y otras el cráneo luce un cabello que creció en la obscuridad y debajo de la tierra.
Refiere que es entonces cuando el dolor vuelve a sentirse, sin la tierra de por medio, los recuerdos del ser querido regresan de forma automática y entonces el dolor es doble.
“Los días que me toca iniciar mi jornada de 24 horas por 48 de descanso, llego antes de las 08:00 horas y me doy una vuelta por gran parte del cementerio para ver que no haya ocurrido nada por la noche, que las tumbas estén completas y el panteón en total orden”, comenta don Toño.
El hombre de pelo casi blanco y manos maltratadas por el permanente contacto con la tierra, recuerda el movimiento constante que había en este lugar. Casi a diario entraban carrozas y las decenas de dolientes que acompañaban al ser querido a sus últimas moradas.
Indica que en la actualidad los servicios que se ofrecen son muy pocos, y aunque ya no hay fosas disponibles, los dueños de los lugares con perpetuidad los llegan a utilizar para algún otro familiar.
Agrega que para que estos sitios se ocupen de nuevo, deben transcurrir por lo menos siete años de la muerte de la persona sepultada, pues por ley no se pueden exhumar los restos antes.
“Cuando hay algún servicio, el trabajo puede iniciar más temprano; bueno, eso depende de la hora que dispongan los deudos, aunque por costumbre casi siempre son entre las 14:00 y 15:00 horas de la tarde”, manifiesta.
Entonces, la excavación puede ser muy complicada, por lo difícil del terreno, la tierra es maciza, muy dura y hay piedras. La profundidad varía, no hay límite por lo mismo. Sin embargo, tiene que medir dos metros de largo por uno de ancho, refiere.
El también vigilante en el Sanctórum menciona que el contacto diario con la muerte provoca sentimientos que, antes de llegar a trabajar a este lugar, no los sentía, como el no temer morir y a valorar más la vida.
“Estas rejas separan la vida de la muerte. Adentro hay cientos de historias que terminaron con el último suspiro de un hombre, de una mujer o de un pequeño. Accidentes, muertes naturales, muertes dolorosas, como las de las personas víctimas de algún crimen. Hay de todo”, relata don Toño.
Considera que las clases sociales también se ven en este lugar, cuando desde la entrada al cementerio durante un servicio fúnebre, la carroza es de las más costosas, cuando el cortejo está formado por automóviles lujosos y las personas se arreglan con sus mejores ropas.
Los féretros, dice, no sólo cobijan a las personas fallecidas, también guardan recuerdos que llegan a desaparecer por completo, con el tiempo, con los años, y cuando la muerte también alcanza a las personas que lloraron la pérdida.
Cerca de la entrada del panteón, una lápida de mármol negro que brilla con los últimos rayos del sol, sirve de lugar de descanso a un trío de gatos que parecen ser los guardianes de esta tumba. De vez en cuando mueven la cabeza para todos lados como para vigilar que no se interrumpa el descanso eterno del cadáver que yace en este lugar.
Don Antonio señala que el sueldo que recibe por cuidar de los muertos alcanza para sobrevivir, pero los apoyos que recibe de los dolientes lo ayudan mucho a tener lo necesario.
De pronto, su mirada se pierde entre las decenas de tumbas. El saludo de una mujer y un hombre que llegan a bordo de una camioneta con un arreglo
de flores blancas, llama su atención.
Abre las altas puertas del panteón para darles entrada.
La camioneta se detiene en un pequeño estacionamiento que se encuentra a unos metros de la entrada del camposanto. Las puertas se abren, la pareja desciende casi al mismo tiempo, para después perderse entre las tumbas y los árboles que le dan un poco de vida y color al lugar.
El vigilante y sepulturero en el cementerio de la Ciudad de México asegura que debido a que casi no hay servicios funerarios, el panteón recibe pocas visitas.
“Es triste, pero muy cierto: con el tiempo, hasta la muerte, la tristeza y el dolor que deja la partida de un ser querido se supera tanto, que llega hasta olvidarse”, apunta don Toño.
En muchas tumbas, la hierba crecida es la prueba del olvido. En otras, los aniversarios por la muerte o el nacimiento, las celebraciones cada año del Día de Muertos, dan fe de que su recuerdo aún está presente en los corazones de sus seres queridos.
Aquí, tan cerca de la muerte
y de la vida, el sentir, oler, oír
y ver se valora con más fuerza
día a día.