En 2007, Kim Dong Nam escapó de Corea del Norte. Él tuvo suerte en su difícil aventura como desertor de un régimen como el de Pyongyang, pero su hijo, Kim Kyung Jae, no.
Kim hijo intentó hacer lo mismo un año después, en septiembre de 2008, pero no lo logró y desde entonces se le considera desaparecido.
Lo último que se sabe de él, por conocidos, es que fue llevado a un campo de prisioneros políticos, donde no tiene contacto con nadie, ni siquiera con familiares.
Kim hijo habría sido detenido por el simple hecho de tener contacto con un grupo de misioneros cristianos de China, por acudir a su iglesia y leer la Biblia, argumento suficiente para enclaustrarlo a un campo así, según las leyes norcoreanas.
“No sé nada de mi hijo. Todavía lo busco. Lo estoy esperando”, contó Kim en un encuentro con mexicanos, celebrado la semana pasada, en el Museo Memoria y Tolerancia.
“Si ustedes nos ayudan con su voz (...) para presionar a Corea del Norte en cuanto a derechos humanos se refiere, sería de gran ayuda para nosotros”, externó.
¿Pero cómo podría México mostrar algún tipo de empatía con un pueblo tan lejano como el norcoreano?
“México tiene una relación diplomática con Corea del Norte. Quisiéramos, al menos, que el Gobierno llegara a abordar el tema de las víctimas de desaparición forzada, ya sea de forma oficial o en pláticas informales, (...) para presionar de alguna manera a Norcorea”, explicó a REFORMA Kwon Eun Kyoung, secretaria general de la Coalición Internacional para Detener los Crímenes contra la Humanidad en Corea del Norte (ICNK, por sus siglas en inglés).
La activista surcoreana también vistió Chile y Argentina como parte de una gira por América Latina para generar sensibilidad sobre el tema, para hablar sobre los secuestros forzados y las violaciones a la libertad de pensamiento y expresión, de culto y de movilidad, entre otros, por parte del régimen de Kim Jong Un.
La persecución religiosa en Corea del Norte representa uno de los casos de violación de derechos más aterradores del mundo.
En 1950, 24 por ciento de la población profesaba algún tipo de religión -cristianismo o budismo en su mayoría; de hecho, Pyongyang era llamada la “Jerusalén del Este”-; sin embargo, en 2002, esa cifra cayó dramáticamente al 0.16%, según el informe presentado por Corea del Sur al Comité de Derechos Humanos de la ONU.
La persecución del régimen, iniciada antes de la Guerra de Corea de 1950, obligó a que muchos partieran al Sur. Los religiosos empezaron a ser considerados miembros de la “clase hostil”.
Dicha clase fue expulsada a zonas montañosas remotas u obligada a trabajar en minas y granjas colectivas. Mudarse de ciudad o escapar era imposible, según la ICNK.
“La actividad religiosa en Corea del Norte es considerada una amenaza.
“Desafía el culto oficial al líder (Kim Jung Un) y proporciona una plataforma para la organización social y política favoreciendo la interacción de los ciudadanos fuera del ámbito estatal”, destaca el organismo.
La Coalición exige que Corea del Norte respete el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la Convención sobre los derechos del Niño, pues es Estado Parte de ambos tratados.