Sofía llegó cerca de las diez de la mañana. Llevaba una camisa verde, del mismo color de sus ojos, unos jeans y zapatos bajitos. Tenía el pelo negro agarrado en una cola de caballo y la cara sin maquillar. Me saludó con una sonrisa y siguió hasta el fondo del lugar. Ella era la única que sabía que yo era periodista. Para el resto, 25 niñas, una administradora y una encargada del aseo, este era mi primer día de trabajo en un negocio de masajes eróticos.
El dueño de los cuatro locales que funcionan en la ciudad, Pedro Mesa, había aceptado que yo entrara de incógnito para que viera cómo es la mecánica del trabajo y lo que ocurre de verdad en un establecimiento de estos.
Media hora más tarde, cuando intuimos que ya habría movimiento, fuimos hasta el lugar y subimos las escaleras que dan al segundo piso, donde opera el negocio. Es un sitio apretado con siete salas de masaje (cada una con televisor, DVD y grabadora, además de una camilla, un espejo en el techo y un sofá cama sencillo que permanece cerrado y convertido en un asiento azul), dos baños y un cuarto donde hay una treintena de lockers.
NOS RECIBIÓ MARÍA, LA ADMINISTRADORA.
Usualmente es María quien se ocupa de revisar los cuerpos de las niñas para asegurarse de que no tienen tatuajes ni estrías (aunque hay quienes tienen unos y otras). Don Pedro, como le dicen sus empleadas, me indicó una sala de masajes iluminada con un bombillo mortecino y me dio un uniforme blanco para que me cambiara allá. Mi atuendo es similar al que utilizan las demás niñas, aunque entre traje y traje hay algunas variaciones y cada quien usa lo que prefiera.
La blusa del mío era apretada y cerrada al frente con una cremallera. La falda, que apenas me tapaba los calzones, me pareció difícil de cerrar por lo justa que me quedaba. Yo había llevado unas medias de malla blancas y unos zapatos planos del mismo color, con un lazo al frente, que se veían ridículos con el resto del uniforme. No parecía una masajista sino una idiota disfrazada, mitad enfermera sexy y mitad niña de cuento de hadas. Ya había llegado para entonces la primera empleada, Mafe, una mujer alta y morena, de rasgos aindiados, una especie de Pocahontas voluptuosa y exótica. María me guió hasta un casillero desocupado y me pidió que guardara mis cosas ahí. “Y consígase un candado para que no le vayan a robar su dinero”, me dijo.
Pedro Mesa más parece el empleado de un banco que el dueño de un prostíbulo. De mediana estatura, delgado y con unos expresivos ojos azules, su trato es cordial y hasta tímido, aún con sus empleadas. Por cada masaje, que vale 3 mil pesos, él recibe 2,200 y ellas 800. La cuota por empleada es de 35 masajes mensuales que, según ellas, cumplen con facilidad, haciendo unos dos o tres diarios. A las diez y media de la mañana suena una música, como un timbre de espera de un teléfono. Es hora de presentarse, porque ha llegado un cliente. Las niñas se turnan en la recepción, contestando el teléfono y guiando a los clientes, así que una de ellas habrá acompañado a este a una de las salas de masaje y habrá dicho la inducción protocolaria: “¿Es la primera vez que vienes?”, y luego ha procedido a explicar el método de trabajo. Un masaje, 3 mil pesos y de ahí en adelante cada servicio se negocia con la niña que él escoja y se paga por adelantado. Sin ninguna prisa, todas se acomodan en una fila india. Sigo a Sofía, que se ha enfundado en una bata y lleva medias de malla negras con ligueros y tacones del mismo color. Aún no se maquilla, pero su piel es joven y sus ojos verdes enmarcados por espesas pestañas necesitan poco adorno. A medida que sale una entra la otra.
El siguiente cliente escogió a Sofía. César. Iba vestido con un pantalón gris de paño y una camisa de rayas azules y blancas. Mientras me hablaba se metía la mano entre el pantalón y se tocaba. Me contó que era médico, dermatólogo, y que era la segunda vez que visitaba el lugar. La primera, me dijo, había ido con unos amigos. Mientras hablábamos, María comenzó a llamarme con insistencia. Pedí permiso y abrí la puerta y estaba ella con Mafe mirándome con algo de severidad. “La plata al frente y el culo a tierra”, me dijo Mafe. Nadie hace nada sin que paguen primero. Volví a entrar. César seguía con las manos dentro del pantalón, y dos bolsitas plásticas —cuyo uso nunca conocí— a su lado. Me preguntó por qué hacía esto. Le dije la historia que inventé en caso de que las niñas me preguntaran: “Por necesidad. Mi esposo me abandonó y yo no sé hacer nada. Ahora tengo que mantener a mi hijo de seis años, así que una amiga me dijo que viniera aquí”. César me propuso que me pagaría una mensualidad para que saliera con él. Luego se corrigió y me dijo que mejor nos casáramos y me preguntó cuánto le cobraría. “¿Por qué tiene que pagar para casarse con alguien?”, le dije yo, y aprovechando su desconcierto ante la pregunta, abrí la puerta y llamé a Sofía para que ella terminara el trabajo. “Somos, más que cualquier cosa, psicólogas”, me dijo Sofía cuando salió. César tenía una cámara de fotos que se quedó sin usar. Hay otros aún más raros. Está el tipo que las pone a inflar bombas y luego las contrata para que las estallen y él se excite. O el peor, el viejo que va los domingos en la tarde, previo aviso, y se toma el semen que las niñas le han guardado durante el día solo para él. Ellas no disfrutan las depravaciones, pero las aceptan. Casi todas ahorran para comprar una casa y un carro, porque saben que de este oficio hay que jubilarse rápido. Su miedo más grande es encontrarse a alguien conocido, o que sus maridos y sus novios las descubran, ya que pocos saben cuál es su verdadero oficio. Las “nenas” como se dicen unas a otras, tienen tres horarios. Las que llegan temprano salen a las seis (ese es el horario preferido por las madres), el siguiente bache sale a las ocho de la noche y las últimas (que llegan hacia el medio día) a las diez, si el día está bueno, y a las nueve si es un día muerto. “¿Por qué hoy vienen tan pocos clientes?”, les pregunté. “La competencia ha crecido, será”, me contestó una con aire indiferente. En los clasificados aparecen unos setenta anuncios de masajes eróticos y acompañantes.
Cuando me cambié para irme, las niñas me miraron con indiferencia. “¿Cómo le fue?”, me preguntó una. “No sé si sea capaz de regresar”, le dije. “Uno se acostumbra a todo”, me contestó, y volvió a su lectura.
Me despedí de todas, y casi ninguna me sonrió.
En la puerta, María me preguntó: “¿Vuelve?”. “Aún no lo sé, quiero hablar con don Pedro. A lo mejor regreso el lunes”, le dije. “Bueno, para la próxima traiga maquillaje… ah, y unos tacones”.