Contra la grasa
Los obesos son los más pobres de las sociedades ricas, los hambrientos, de las más pobres
El problema es que tenemos cuerpos de hace millones de años. Somos arcaicos: nuestro organismo cambia mucho más lento que el modo en que lo usamos. La grasa –sin ir más lejos– fue, en el principio, una gran ventaja evolutiva: su capacidad de almacenar energía hizo que aquellos hombres primitivos –más primitivos todavía– pudieran soportar temporadas de escasez y seguir vivos, y así empezaron por inventarse dioses y terminaron por inventar el chupa-chús. La grasa nos trajo hasta aquí: gracias a la grasa somos, contra la grasa vivimos en cruzada.
Porque aquellos ancestros que pusieron a punto, milenio tras milenio, el mecanismo de reserva de la grasa se movían, la gastaban. Nosotros, sedentarios irredentos, ya no, y nos volvemos gordos.
La obesidad es uno de los problemas serios de este mundo, y uno de ésos de los que sí se habla. A primera vista, la parábola es fácil: hay, en el planeta, casi tantos obesos como hambrientos; es simple suponer que los unos se zampan la comida que los otros precisan. Pero no es cierto: los obesos también son malnutridos, sólo que viven en países más prósperos. Su obesidad viene, en su mayoría, del consumo de comida basura, la más barata, la más dañina. Los obesos, en general, son los más pobres de las sociedades ricas; los hambrientos lo son de las más pobres.
Los hambrientos viven lejos de los centros de poder; los obesos, muy cerca. Se hace fácil no ver a los hambrientos; en cambio los obesos están ahí, molestan, cuestionan y, lo peor: salen tan caros. En Estados Unidos, por ejemplo, la obesidad cuesta, sólo en atención sanitaria, 135.000 millones de dólares al año. Por eso –y porque hay mucho dinero en el negocio de hacer flacos– la pelea contra la grasa es una gran batalla de estos tiempos.
Pero a veces las noticias del frente son desalentadoras: en los últimos días, un estudio de miles de casos conducido en Harvard anunció que dietas en las que se confiaba no funcionan como se suponía –no adelgazan. Entonces, cuando las esperanzas flaquean, aparece la gran madre Ciencia. Es la era de las pastillas maravilla.
Los anuncios abundan. El más reciente, fin de octubre, vino de la Universidad de California y un doctor Shingo Kajimura: que consiguieron una droga que activa la transformación de grasa blanca –estática, malvada– en grasa marrón –buena, fácil de convertir en energía y, por lo tanto, desaparecer. Pero ninguno tiene la fuerza de evocación –la magia implícita– del que hizo, hace unos meses, Ronald Evans desde el Instituto Salk, también en California.
Su droga, la fexaramina, que ha despertado tantas expectativas, que pronto va a probarse en monos, hace que el cuerpo crea que comió como un cerdo y, entonces, se dedique a metabolizar esa comida imaginaria: a consumir sus grasas, sus reservas, sin el menor esfuerzo, como cualquier hambriento.
Las drogas sirven para engañar al cuerpo: hacerle creer que no le duele lo que sí le duele, que tiene una energía o bienestar o pH que no tiene. Ésta le hace creer que hizo algo que no hizo para hacerle hacer algo que no haría. Y propone una solución que no actúa sobre las causas, sino sobre las consecuencias: no coma menos, no coma mejor, coma como siempre, pero tómese una píldora junto con el café.
Es la magia de un procedimiento que consigue lo que todos querríamos: desvincular causas y efectos, romper con esa idea moral de que las cosas se consiguen con esfuerzo, que son el resultado de un esfuerzo. Gracias a la Madre Ciencia no será necesario cuidar lo que uno come, tampoco mejorar la alimentación de millones: el cuerpo propio y el cuerpo social se arreglarán con soluciones mágicas. Es un mito que existe desde siempre; en castellano se llamaba Jauja, y seguimos buscándolo. Si no creyéramos en él, seguramente, todavía correríamos la coneja, como aquellos ancestros que inventaron la grasa.
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