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¿Y la masacre de 300 personas en Coahuila?

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Aún no se sabe qué ocurrió| por qué| ni quién es responsable



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  • 18 AGOSTO 2014 - 06:00 a.m..
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A fines de enero pasado un grupo de agentes federales y estatales, a los que se sumaron militares, se desplegó por las llanuras semidesérticas del estado con la misión específica de buscar restos humanos.
Durante 20 días unos 250 agentes enmascarados barrieron ranchos y pueblos de Allende, Nava, Acuña y Piedras Negras, en busca de las víctimas de una masacre.
La operación representó la primera acción oficial seria para encontrar a los desaparecidos, gente secuestrada o detenida que nunca apareció, ni viva ni muerta.
El asesinato en masa del que los agentes buscaban rastros, quizá el mayor registrado en México en los últimos años, dejó cerca de 300 víctimas. Familias enteras fueron sacadas de sus hogares y levantadas de las calles antes de desvanecerse. Poco después, sus casas fueron vandalizadas, baleadas, incendiadas y destruidas. El gobierno atribuyó la matanza al crimen organizado, que ejecutaba así su venganza contra dos traidores. Los asesinatos, reconoció el procurador de justicia del estado, continuaron durante meses.
La búsqueda de los restos se convirtió rápidamente en un evento mediático; las primeras planas de los diarios difundieron el descubrimiento de las narcofosas y de tumbas colectivas sin marcas, en tanto que los noticieros de televisión mostraban imágenes de barriles presuntamente usados para disolver los cuerpos de los desaparecidos.
El gobierno del estado informó que los internos del penal de Piedras Negras habían asesinado a unas 100 de las personas secuestradas y que los cuerpos habían sido incinerados dentro de la prisión. Según el reporte de las autoridades de Coahuila, cuando concluyó la operación de rastreo, se habían encontrado 2 mil 500 restos, aunque no quedó claro cuántos de éstos eran humanos.
Pero estos homicidios sucedieron en 2011. Lo que el gobierno no dijo es por qué esperó tres años para comenzar la búsqueda. Tampoco explicó cómo es que los narcos fueron capaces de dedicar días, si no es que meses, a asesinar gente sin que nadie se los impidiese. En el informe oficial tampoco hay indicación alguna de que el ejército, acuartelado en una base en Piedras Negras y que entonces operaba un punto de revisión fuera de Allende, haya intervenido.
“Es obvio, en el contexto de la violencia o la criminalidad, que una matanza así no ocurre sin la colaboración o el permiso de los agentes del Estado”, dice Luis Efrén Ríos, director de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Coahuila y miembro del grupo oficial de trabajo sobre los desaparecidos. “Le corresponde al procurador determinar quién es responsable”.
Los cuestionamientos sobre una posible complicidad directa o indirecta del gobierno en la masacre se diluyen cuando la violencia se atribuye a Los Zetas. De hecho, en la medida en que la violencia que marca al norte de México se mantiene intacta, en lugar de que se realicen investigaciones y se dicten condenas, la mera existencia de un cártel se ha convertido en la explicación universal para la criminalidad, una que tiene el efecto de silenciar cualquier otra pregunta.
Sin embargo, una mirada cercana a los detalles de la masacre, la operación del gobierno y las desapariciones documentadas por los grupos defensores de los derechos humanos, ofrece atisbos de una red de corrupción, colusión e impunidad que se esconde con el crimen organizado. La matanza no sólo fue motivada por la venganza. “Es más que eso. Tiene que ver con la corrupción. Tiene que ver con el poder político”, dice Guadalupe Correa-Cabrera, jefa del Departamento de Gobierno en la Universidad de Texas en Brownsville y autora de un libro que próximamente saldrá a la venta. “Existen elementos que sugieren el uso de tácticas paramilitares; no está claro el rol del Estado en los conflictos y las ejecuciones masivas”.
La gente empezó a desaparecer en grandes números en México después de que el presidente Felipe Calderón lanzó su guerra contra el narcotráfico en 2006. Para 2013, el gobierno mexicano, ya en un nuevo sexenio y con otro partido en el poder, fijó el número de desaparecidos en 26 mil 121, aunque aclaró que no todas las desapariciones están vinculadas con el crimen. Los expertos y varios grupos de defensores de derechos humanos estiman, pese a ello, que los casos reportados representan aproximadamente 10 por ciento del total, dado que la mayoría de la gente es reticente a acudir a las autoridades, pues éstas se encuentran involucradas con el crimen organizado o hay sospechas de que es así. El verdadero número de desaparecidos, según sus cálculos, estaría más cerca de 200 mil personas.
En el momento en que se perpetró la masacre, Coahuila y los vecinos estados de Nuevo León y Tamaulipas se habían convertido en áreas negras, con medios de comunicación amenazados y censurados por el narcotráfico, y homicidios no reportados, mucho menos investigados. La mejor manera de describir a la región es decir que era una gran tumba masiva sin marcas, con el número de desaparecidos más alto del país.
Alrededor de mil 835 personas desaparecieron en Coahuila entre diciembre de 2006 y abril de 2012, de acuerdo con estadísticas oficiales citadas en un informe de Human Rights Watch. En Monterrey, Nuevo León, aproximadamente 600 personas desaparecieron según cálculos gubernamentales. Pero la monja Consuelo Morales, directora de Ciudadanos en Apoyo de los Derechos Humanos, dice que su organización registró mil 195 casos. El 18 de marzo de 2011, mientras la masacre en Coahuila ocurría, un equipo del Grupo de Trabajo de las Naciones Unidas para las Desapariciones Forzadas o Involuntarias llegó a México en una misión de corroboración.
Los investigadores no tenían idea de que la violencia había surgido cerca de Allende cuando llegaron a Saltillo, la capital del estado.
Aun así, recogieron información suficiente como para emitir un informe que censuraba al gobierno mexicano por su ineficiencia y fallas a la hora de investigar el destino o localizar a los desaparecidos y castigar a los responsables. El Grupo de Trabajo reservó su más dura crítica para “el patrón crónico de impunidad” vinculado con las “desapariciones forzadas” realizadas de manera directa o indirecta por los agentes del Estado.
Aún más, en algunos casos las fuerzas de seguridad detuvieron personas y las trasladaron a bases militares, de acuerdo con una declaración del Grupo de Trabajo. Human Rights Watch documentó 250 desapariciones en 2013, de las que 140 fueron forzadas. Organizaciones de derechos humanos reportan que entre 30 y 50 por ciento de los casos estaban relacionados con agentes del Estado, incluidos el ejército y la marina.
“La desaparición forzada es una técnica de terror”, declaró Ariel Dulitzky, presidente-relator del Grupo de Trabajo, ante la Asamblea General de las Naciones Unidas.
“No son un accidente, un error de la policía o una consecuencia inherente a todo conflicto armado. La desaparición forzada es reconocida como un crimen contra la humanidad”. La violencia en la región estaba creciendo en 2011 y la presencia militar ahí continúo escalando. Los mil 900 millones de dólares incluidos como parte de la Iniciativa Mérida estaban fluyendo México después de algunos retrasos. La asistencia se concentró en equipar y entrenar a militares mexicanos que participaban en la lucha contra el narcotráfico.
Las desapariciones ejecutadas por el crimen organizado tenían, en general, el propósito de obtener un rescate económico, afirma el ex periodista Raymundo Ramos, ahora director del Comité de Derechos Humanos de Nuevo Laredo. En el caso de las desapariciones responsabilidad de las fuerzas armadas, dice Ramos, la Marina detenía gente luego de recibir información que la vinculaba con el crimen organizado o con el tráfico de armas y drogas.
“Aquellos que cooperaban –refiriéndose a los que poseían información que ayudaba a los militares a identificar gente vinculada con el crimen organizado– eran liberados. Cuando los soltaban, lo primero que hacían era huir de la ciudad”. De otros, afirma, nunca se volvió a saber nada. Entre mayo y julio de 2011, calcula Ramos, la Marina detuvo unas 80 personas sólo en Nuevo Laredo. Una de ellas fue José Cruz Díaz, dueño de un negocio de tatuajes. En junio de 2011 un convoy de la Marina llegó a su local, ubicado en el centro de Nuevo Laredo, y, según su esposa, Bárbara Peña, registró el lugar.
Los uniformados no preguntaron por nadie en particular ni presentaron una orden judicial para proceder al cateo. Luego de algunos minutos, encontraron una pequeña cantidad de mariguana y arrestaron a José Cruz y otro hombre.
“Fueron amables”, recuerda Peña. “Incluso le permitieron dejar las llaves del local y encargárselo a alguien”. La Marina admitió mediante un comunicado de prensa que había estado en contacto con Cruz. “Hasta el momento, sin embargo, no hay evidencia que sugiera que la Marina detuvo, y mucho menos privó ilegítimamente de su libertad, a estas personas.” José Cruz Días nunca fue vuelto a ver. Tres meses después de la entrevista con Ramos, el 15 de mayo de 2014, cerca de 50 elementos armados de la Marina rodearon las oficinas del Comité de Derechos Humanos de Nuevo Laredo. Intentaron entrar para “asegurarse de que todo está en orden”. Human Rights Watch envió una carta al gobierno mexicano expresando alarma y solicitando su intervención. Luego de registrar las casas cercanas, los marinos abandonaron el lugar. (Saltillo, Coahuila / Emeequis)

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