Breaksfast en Tijuana
De cómo las letras pueden regresar la dignidad a los humanos
Por Georgina Hidalgo Vivas
Vine a Tijuana porque me dijeron que acá les hacen falta las letras. Que las vidas de acá merecen ser contadas. Y no me pude resistir. Me dijeron que a los migrantes les hacen falta palabras para dejar constancia de su vida, para que no se olviden.
Me llamo Georgina Hidalgo. Es mi primer día en este lugar donde el aroma del desayuno y del café inunda el aire. En el patio del desayunador salesiano permanezco de pie, observo y me observan. Cientos de seres humanos se acomodan alrededor de mesas en espera de un alimento que quizá sea el único que probarán en el día.
Por ellos estoy aquí. Porque alguien en el Conaculta pensó que a esta gente la vida ya le ha cobrado caro y que es hora de dejarlos hablar, de armarlos de palabras, de despertarlos del letargo, de iluminar la oscuridad y devolverles sus sueños.
He llegado a las ocho de la mañana para hacerme cargo durante tres meses de un taller de escritura que aspira a rescatar las “memorias de la migración”.
Pero a este desayunador, el del padre Chava, llegan no sólo migrantes o dreamers deportados, sino familias enteras que viven al abismo de la pobreza, la “normal” y la extrema; madres solteras en busca de alimento para su prole, indigentes, universitarios caídos en desgracia, adictos, veteranos de guerra, viejos bardos de los camiones.
Toda una fauna que sobrevive al desamor del fin de los tiempos. Por eso vine a Tijuana.
* * *
Es muy pronto para reflexionar sobre la verdadera necesidad de un taller literario en este lugar. Apenas es mi primer día y según el programa debo hacer que los talleristas escriban sus sueños y expectativas, antes y después de migrar. Hasta pensé en disfrazarme de pitonisa para atraer alumnos. Incluso convencí al padre Jesús Arrambarri, que hace las oraciones y los anuncios en el sistema de sonido del desayunador, de que me prestara el micrófono para invitarlos con mi mejor voz impostada a “escribir su historia, a contarme sus sueños o pesadillas de la frontera”.
No habían pasado cinco minutos cuando un señor se me acercó: “Le preguntaba a la licenciada si usted sabe descifrar los sueños”, me dice. “Pues más o menos”, miento. “¿Le digo lo que soñé? Soñé un montón de moscas, pero así (junta los dedos de la mano), yo las barría y las barría con la escoba, pero era una pared así llena, y con una escoba las tumbaba así (me muestra cómo). “Mañana véngase al taller y lo analizamos”, le digo. “Ándele pues, la busco mañana”.
Un “vidente” llegó a contarme sus revelaciones divinas. Lo invité a escribirlas porque estaba necio en llevarme al desierto, “al punto donde fue ungido”. Otro llegó a sermonearme con eso de que todos los sueños ya han sido escritos en la Biblia y una muchacha drogada me retó agresivamente a que mejor le contara yo mi historia.
—Lo que pasa es que quieres escribir los libros, publicarlo en el periódico. Por eso ya hablé con mi amiga, una gabacha, y le dije que voy a escribir mi propia vida y mi propio libro.
—¿Y cuándo lo vas a hacer? —pregunto.
—Lo tengo bien grabado aquí —se golpea la frente—. Y no soy olvidadiza.
—Bueno, una cosa es tenerlo ahí y otra escribirlo poco a poco en hojas.
—Permíteme, ¿sí?, a mí nunca se me olvida nada, ni se me olvidan los sueños. Vete a la chingada”.
Tijuana comienza a cobrarme su cuota de locura.
* * *
Los excesos de Tijuana pueden adivinarse en sus semblantes, en sus ropas arrugadas y cochambrosas. Llevan tatuajes con números temidos en los barrios bajos de San Diego, San Francisco, Los Ángeles y otras ciudades, pero acá ya no significan nada. Muy de mañana aparece ante mis ojos la Tijuana “ojerosa y pintada”, la que se cubre las cicatrices que denotan su adicción a los golpes, la que suda la cruda, esconde el escote y se limpia el rímel corrido por las lágrimas del desprecio.
Francis observa con ojo de águila. Son ya seis años viendo pasar de todo, le son familiares los insultos, sabe que por fuera se burlan de su sobrepeso. Aún así la llaman “madre”, pero ella no tiene compasión. Los borrachos no entran. Los que aprovechan el lavabo para asearse son apurados o sacados. Las que enseñan de más, deben cubrirse. Los que traen la malilla, el síndrome de abstinencia de la heroína, mejor que esperen a calmarse.
Adentro, las proles son atendidas por voluntarios que expían con trabajo sus propias culpas. Sirven mesas, limpian y cocinan para no estar tan solos.
En las mesas se comparte café con leche y pan dulce. Un voluntario de nombre Alberto espera de pie para bendecir los alimentos.
Se sienta a mi lado y aprovecha para decirme sus teorías. “Aquí se viene a desayunar esperanza. Todos tenemos diferentes estómagos, el espiritual, el familiar, el de trabajo, igual el de la droga. La adicción es una obsesión de la mente”.
Es bajito pero correoso, dice que fue marine en Filadelfia, que arreglaba portaaviones. Ahí comenzó a beber. Su familia vive en San Diego, pero él “se deportó solito”. Lleva seis meses viviendo en Tijuana y acude al albergue como voluntario para no sentirse “tan abajo”. Quiere ver si encuentra un departamento, un trabajo, compañía.
Se “vio forzado” a venir a Tijuana por necesidad monetaria, aunque luego irá contando a cuentagotas que en realidad se tiró a la bebida porque su mujer le quitó a su hijo. “Miro a esta gente y no me quejo. Al contrario, me doy un sopapo. Yo estoy bien”.
Se ha dado cuenta de que “aquí todos son refugees, como los de Europa”. “Sí, refugees de un sistema que no les sirvió. Muchos son pochos, no quieren aceptar a México como su país porque su vida está allá y la gente de aquí no los quiere porque muchos vienen de la cárcel. El inmigrante que viene aquí está tatuado y es rebelde, está deprimido y no viene a hacer cosas buenas, ni con la mentalidad de trabajar. Vienen enojados”.
La semana pasada Alberto cayó en la cárcel por primera vez. Se le perdió su identificación y en Tijuana “si no se tiene identificación oficial lo avientan a la 20 (la cárcel 20 de Noviembre de Tijuana) como un criminal”.
Es alcohólico pero no quiere hablar sólo de eso. Tuvo que pasar por eso para encabronarse consigo mismo. Ahora se pregunta cuál es su excusa. “¿O sea, qué onda conmigo? Yo le enseñaba a bailar a la gente, era expresivo, positivo, no usaba malas palabras para nada, pero la calle me fue cambiando. Fue mi culpa por hacer mal choices. Me escondo de lo que tengo que hacer en la vida, de mis deberes. Aquí estoy, no salgo, no voy a San Diego, estoy en el limbo. Experimentas un poquito el infierno mental en vida”.
—Tu teoría es muy buena —le digo y lo invito al taller a escribirla de puño y letra, pero a él le gusta dibujar. No le atrae nada la idea de escribir a mano.
—Dame una computadora y te escribo todo.
Sigue disertando sobre su “teoría del refugee”. “La mayoría están en un shock. Tienes que hablarlo, pero yo no quiero estar hablando de eso. Que no se me olviden mis malos hábitos, o que puedo caer y fregar toda mi vida otra vez, que no se me olvide. Ya me fui, ¿verdad? Luego le seguimos”.
Le piden que limpie y no pierda el tiempo. Rápidamente se lleva un recogedor y escoba.
Como él, yo también “ya me fui”.
* * *
Cambié mi marketing y fabriqué unos anuncios con la leyenda “Escribe tu historia”. Los pegué aquí y allá y de nuevo hice campaña en los altavoces. El padre Jesús Arrambarri está entusiasmado con eso de explorar los sueños de la comunidad, tal vez más emocionado que yo, así que anda por todo el desayunador encandilándome a algunos incautos.
Así un poco a fuerzas llegó al taller Ignacio David Esposo, un cuarentón sonorense que vivió desde niño en Carolina del Norte hasta que fue deportado a Tijuana hace cinco años. Lo sacaron del país una madrugada, luego de purgar cinco años de cárcel por un crimen que no cometió. Lo “removieron”, como llama el Departamento de Seguridad de Estados Unidos a la masiva expulsión de mexicanos en situación ilegal, calificándolos de “extranjeros criminales convictos” por haber cometido infracciones de tránsito, incidentes de violencia familiar o andar borrachos o drogados.
Quedó marcado desde aquella noche en el billar de Huntington Park, en Los Ángeles, cuando se le ocurrió amenazar de muerte al borracho que quería interrumpir el juego. El malacopa amaneció muerto e Ignacio fue señalado, encarcelado y juzgado por un crimen que no cometió. Cuando encontraron al asesino, era demasiado tarde. Durante ocho años quiso probar su inocencia, pero hasta su esposa y sus hijas, ahora universitarias de 22 años, dudaron de él.
Es un tipo alto, ojiverde, adusto, con mirada profunda, piel quemada por el sol. Su rostro quedó grabado en la manta que cubre la techumbre y se ha convertido en “la cara de la migración”, el ejemplo del migrante luchador. Describe orgulloso el mural que habla de los sueños. Lo pintó con el grafitero Libre. “Este es el sueño de un emigrante, es el sueño de todos, llegar a Estados Unidos”.
En el mural La Bestia deja atrás la campiña y los migrantes se transforman en aves de colores atrapadas por una tormenta en el camino. “Aquí somos aves y nos agarran, pero luego nos transformamos en personas, en brazos que son la fuerza de trabajo. La verdad, nos hizo falta pintura”, dice para justificar que sólo haya gotas en vez de nubarrones.
Pero los suyas han sido verdaderos huracanes existenciales. Así que después de la tormenta, Nacho espera. “A ver si me encuentro un abogado que me ayude, porque no tengo dinero para eso. Espero topármelo”.
Luego de vivir 12 días en la Casa del Migrante, se fue al Bordo, el canal de desagüe junto a la línea fronteriza en donde habitaba junto con otras 3 mil personas. Vivió un año bajo el puente, junto a los mariguanos, pero lejos de los tecatos (adictos a la heroína) y los tonayaneros. Hasta en el Purgatorio hay niveles.
Una madrugada hasta esas orillas del abismo llegaron camiones llenos de policías y arrasaron con sus vecinos, dispararon a sus mascotas y limpiaron la cloaca de una vez por todas. “Fue una limpieza. A unos los aventaron en Ensenada, otros a San Quintín, a varios a San Felipe, allá al lado de Mexicali. Nos limpiaron”.
Pero él continúa en pie de guerra. Tras el atropellamiento de un indigente amigo suyo, ha propuesto al sacerdote que se elabore un censo en el desayunador. Le preocupa que pasen días sin que puedan identificar sus restos como ocurrió con su amigo. Que su historia quede sin contar.
Primera parte
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