Las prostitutas de los Juegos Olímpicos
Un grupo de brasileñas dejaron atrás los estudios, a sus hijos y a su familia para prostituirse durante los Juegos. En los sofás, con los hombros cansados, pequeños hematomas en las piernas y largas uñas con esmalte fluorescente, seis mujeres de todo Brasil cuentan sus historias
Tres palmadas en el aire pueden tener un poder perturbador. Significan que un cliente está entrando y que la conversación y el descanso de los pies, alzados en tacones de 15 centímetros, se han acabado. Nadie te llama por tu nombre, ni te pide nada por favor. Es hora de levantarse, arreglarse la minifalda y fingir. Por la puerta entran dos jóvenes japoneses inexpertos, con aspecto de nerds, que se sientan, en seguida, con una cerveza en la mano. A la altura de sus ojos están las piernas de una decena de mujeres con historias muy serias a sus espaldas, poco dinero y mucho maquillaje. Se disponen a elegir.
Estamos en un club nocturno de la turística Copacabana, a menos de dos semanas de los Juegos Olímpicos. Las calles de los alrededores arden con la presencia de decenas de mujeres que buscan dinero a cambio de sexo. Pero aquí dentro el aburrimiento reina hasta bien avanzada la noche. En los sofás, con los hombros cansados, pequeños hematomas en las piernas y largas uñas con esmalte fluorescente, seis mujeres de todo Brasil cuentan sus historias. La conversación continuará durante una semana en otro club nocturno, en el centro de Río, en el que trabajan de lunes a viernes, en el piso de lujo donde conviven con otras siete mujeres y en el taxi que las lleva diariamente a trabajar, en los clubes o hasta en la playa.
Cada una de ellas lleva tatuada una historia: hay una auxiliar de necropsia, una azafata de vuelo, una estudiante de fisioterapia, una aspirante a masajista con el Nuevo Testamento en el bolso y varias madres. También hay una miss y una futura ingeniera industrial que no quisieron conceder entrevistas. Todas ellas tienen en común tres cosas: se acuestan con hombres por dinero, odian su trabajo y han venido a Río a hacer una pequeña fortuna durante los Juegos Olímpicos. Comparten también el sueño de comenzar de nuevo: después de los Juegos, todas se imaginan recuperando una vida normal.
Quien trajo a estas mujeres a la ciudad, y continuará trayendo a más hasta el final de los Juegos, es un matemático que nunca había trabajado con prostitutas, que ha entrado en el negocio con un socio también sin experiencia. No pretenden hacerse ricos, pero se apresuraron a inaugurar un local en el centro de la ciudad para no perder el impulso turístico del evento que llevará la antorcha olímpica a pocos metros de allí. Decidieron atraer a mujeres de otros Estados porque los clientes locales dicen que se cansan de tener siempre las mismas ofertas, pero, en realidad, llevar a mujeres de fuera, alojarlas en un piso donde ellos mismos duermen y ofrecerles el transporte ayuda a tenerlas controladas y evita que falten al trabajo o que causen problemas por temor a ser expulsadas.
Es la hora del almuerzo en un piso de cuatro dormitorios en una urbanización de lujo con vistas a las palmeras imperiales del Jardín Botánico. En la cocina, Luiza (todos los nombres son ficticios) prepara un delicioso plato típico con gambas, una excepción en una dieta que, por lo general, se compone de pollo y carne. Hay dos turnos para que coman las 13 mujeres que viven allí. El primero tiene que salir a la una de la tarde a camino del club, que atrae a encorbatados después del cierre de las oficinas, y el segundo, que sale a las tres de la tarde. Comen e intentan repetir. Su próxima comida será un pan con jamón, de pie, en el club.
Luiza tiene 32 años, vino del Estado de Espírito Santo, a 500 kilómetros de aquí, y aprendió a cocinar con una mujer a la que considera su madre, la directora del orfanato donde vivió hasta los 19 años de edad. Hacía casi una década que no se prostituía, pero regresó después de separarse de su marido, por quien había salido de los clubs. Cuando comenzó a trabajar como prostituta, tras salir del orfanato, sus ambiciones eran sencillas: comprar salmón y comer algodón de azúcar, lujos para una niña sin infancia. Hoy tiene que rehacer su vida y quiere abrir un restaurante, pero no tiene dinero. Se enteró de la oferta de venir a Río a trabajar en este club y aceptó. A disgusto. Es tímida: “Hasta hoy no consigo entrarles a los clientes”, dice. Luiza se quedará en Río hasta el 22 de agosto, fin de la competición, con el objetivo de dejar atrás las calles para siempre.
La oferta que Luiza y las otras 12 mujeres recibieron incluye el viaje de ida a Río, la alimentación, el transporte y el alojamiento gratuito. A cambio, están obligadas a trabajar en el club ocho horas al día, de lunes a viernes, a seducir a los clientes para que consuman y a prostituirse el mayor número posible de veces cada noche. Los interesados pagan 100 reales (27 euros) para entrar en el local, 300 reales (81 euros) por acostarse con mujeres y otros 100 reales por el cuarto. La prostitución no es un delito en Brasil y está reconocida por el Ministerio de Trabajo desde 2012, pero lo que los socios de la casa hacen se considera proxenetismo, que castigado con hasta cuatro años de cárcel.
Carol, llena de tatuajes en las piernas y una larga melena negra. Es de São Paulo (a 400 kilómetros de Río), tiene 22 años y no se despega de Márcio, sentado en el sillón de la sala de estar. El joven es el taxista responsable del transporte de las mujeres, un hombre con historias de amor convulsas y mezcladas con el negocio de la prostitución, que muchas noches se queda durmiendo en un colchón en el suelo. Ella se sienta en su regazo, lo abraza y finge que lo está conquistando. Se siente muy sola, confiesa. “Mi padre enfermó y tuve que vender mi moto para pagar las consultas. No me arrepiento de haber decidido prostituirme porque entré para ayudar a mi familia, pero tengo un lado muy solitario, y eso es lo más difícil. Más que acostarme con alguien a quien no conozco y que no me gusta. No tengo novio, no estoy cerca de mis padres, ni de mis amigos”, explica Carol entre lágrimas. “Hasta finales de este año quiero salir de esta vida, quiero casarme, formar una familia y trabajar en lo que sea. No le deseo esto a nadie”. Cree que Río es su bote salvavidas para llegar hasta ahí.
Thais, de 24 años, creció en una familia evangélica y viajó más de 1.200 kilómetros para llegar hasta aquí. Confiesa que está pensando en abandonar temporalmente la carrera de Fisioterapia para extender su estancia en Río durante todos los Juegos Olímpicos. Quiere ahorrar más dinero, invertir en un posgrado, estudiar inglés y viajar al extranjero. “No sé qué hacer. Voy a ganar más, pero no me voy a graduar con mis colegas y no sé ni qué decirle a mis padres”. Para su familia, ella está disfrutando de unas vacaciones. “Nunca voy a recomendarle este camino a nadie. Cuando empecé, a los 19 años, pensé que iba a ser todo alegría, pero la alegría solo duró un mes. Mi miedo es no conseguir salir, porque siempre encuentro excusas para volver. No es un dinero fácil, pero es rápido. Es un vicio del diablo”.
En su primera noche de trabajo en Río, en el club de Copacabana, donde los japoneses acaban de entrar y donde los dueños obligan a las mujeres a permanecer hasta las seis de la mañana si no consiguen un cliente, Maria ya tenía en la cabeza la idea de irse. “Odio lo que hago. Pero es el único camino rápido que tengo de hacer dinero, busqué tanto pero tanto empleo y no lo conseguí... “, contaba vestida con un body escotado de leopardo y una minifalda negra antes de que la conversación fuese interrumpida por las tres palmadas. María pensaba quedarse en el apartamento hasta su graduación como auxiliar de necropsia, en septiembre, pero abandonó esa idea el jueves. “Vine con la expectativa de ganar dinero, tengo que pagar mis cuentas, quiero estudiar en el extranjero, pero me dijeron que habría mucho movimiento y no fue así”, cuenta ya en el autobús hacia Goiás, a 1.700 kilómetros de allí.
Es probable que María no sea la única en ver sus expectativas frustradas de aquí al final de los Juegos Olímpicos. Los grandes eventos deportivos suelen ser vistos como una fuente inagotable de dinero, pero para muchas mujeres no es más que humo. Un estudio de campo del Observatorio de la Prostitución, de la Universidad Federal de Río, indagó, por medio de entrevistas sobre el impacto del Mundial de 2014, en las zonas de prostitución más importantes de Río (Vila Mimosa, Ipanema, Copacabana, Lapa y el centro de la ciudad) y llegó a la conclusión de que fue un mal negocio para muchas prostitutas que trabajaron en las calles. Según el informe, las mujeres vieron una disminución significativa en el número de clientes, tanto por la concentración más alta de profesionales del sexo en las zonas más turísticas, como por el poco movimiento en lugares como el centro de la ciudad durante los días que fueron decretados festivos debido a evento. El portero del club de Copacabana donde estamos dice, sin embargo, que en aquella época la cola de clientes daba la vuelta la manzana.
Martha, que vino de São Paulo, tiene 22 años, una sonrisa infantil y generosa y es una de las varias madres solteras del grupo. Sus padres murieron y busca en Río un futuro para su hija, que se ha quedado a cargo de su hermana, en paro. Se prostituye desde hace solo dos meses, “cuando empezaron a faltar cosas en casa y no había ni para la leche”. Su último trabajo formal fue en una tienda de chocolate. “No se puede criar a un niño con mil reales (280 euros), ¿no?”, explica. Sus problemas, sin embargo, van más allá de las compras en el supermercado. Amenazada de muerte por el padre de su hija, que está en la cárcel, tiene que salir de su ciudad antes de que él quede en libertad para sentirse a salvo.
Entre las más veteranas del grupo se impone la presencia de Tamara, alta, corpulenta y con el pecho y el trasero más que generosos. Con 29 años, ya se ha prostituido en todos los rincones de Brasil, atraída por eventos de todo tipo, e incluso hizo una gira por Europa. Criada en un colegio de monjas y con un Nuevo Testamento siempre en el bolso, el discurso de Tamara es crudo, sin intención de idealizar una profesión que también odia y que difícilmente consigue ejercer sin drogas. “Empecé porque quería ir a la universidad, pero pregúntame si he estudiado algo”, provoca. “No. Pero el dinero vicia tanto que no sabes salir”. Entre las mentiras que rodean este mundo, Tamara incluye el sueño de dejar las calles que todas sus colegas, e incluso ella, alimentan. “No existe lo de exputa, lo que puede ser es que pares durante un cierto tiempo, pero después vuelves a lo que sabes hacer mejor”, dice. “Estoy desesperada por salir, no voy a mentir. Pero encontrar trabajo no está fácil. ¿Qué pasa si lo dejo y vuelvo a pasar necesidad?”
Una semana después de encontrarlas por primera vez, la convivencia y las conversaciones con el grupo revelaron algo más en común entre ellas: cuando el ruido de los clubes se apaga y el rastro de alcohol y el sexo se pierde por el desagüe de la ducha, lloran en silencio bajo el edredón. (Río de Janeiro)
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