CIUDAD DE MÉXICO
Miles de migrantes venezolanos, en su mayoría, y centroamericanos, se han organizado esta semana para caminar hacia el norte en una nueva caravana que ya no parte de Centroamérica, sino desde la capital de la frontera sur de México. Huir de Tapachula y la trampa del laberinto burocrático que los mantiene atrapados en una cárcel sin barrotes, a cielo abierto, donde sobrevivir sin trabajo en uno de los rincones más pobres del país y solo con el dinero que envían sus familiares se ha convertido en su pesadilla diaria.
Alrededor de unas 4.500 personas, según el conteo de la prensa local, avanzan entre los pueblos de Chiapas en un momento clave: en el marco de la Cumbre de las Américas, donde los líderes del continente debatirán sobre su destino y el de otros miles. Esa masa de almas hambrientas y agotadas es, a la vez, el símbolo de una tragedia humanitaria, de una crisis diplomática internacional y un arma arrojadiza de los adversarios republicanos contra el Gobierno de Joe Biden.
El grupo arrancó el lunes su camino y se han ido uniendo otros cientos de migrantes desesperados. Este jueves, los más avanzados, se encontraban en Acacoyagua (Chiapas, a 78 kilómetros de Tapachula). Pero, según cuenta un reportero local que sigue a la caravana, José Torres, el grueso de ellos se encuentra todavía en Escuintla, unos cinco kilómetros atrás. La gran masa se ha dispersado y muchos caminan en grupos de 20. Sin más destino que el de conseguir un papel que regule su estancia en México, ante la incapacidad de las instituciones desbordadas en ese punto de la frontera sur.
Un certificado de refugio, una visa humanitaria, un visado temporal o un salvoconducto (una herramienta excepcional migratoria) para ganar tiempo y no ser detenidos y devueltos al punto de partida: casi siempre Tapachula. El papel es el primer paso, después, reubicarse en Ciudad de México, y luego, ahorrar y pagar a un coyote que los cruce a Estados Unidos.
Las imágenes de esta nueva caravana, la más grande de los últimos dos años, según los medios locales, han sorprendido por la pasividad de las autoridades para frenarla. La foto de miles de migrantes en el marco de la Cumbre de las Américas supone un argumento para que el Gobierno de López Obrador consiga más ayudas, ya que este país aceptó durante la era Trump acoger no solo a los migrantes que se dirigen a Estados Unidos, sino a los que han solicitado su refugio allá. Todos deben esperar en México, según el polémico tratado Quédate en México (Remain in Mexico, en inglés). Al que se suma otro, el Título 42, que permite las deportaciones en caliente a México, acordado en tiempos de pandemia y criticado duramente por las organizaciones de derechos humanos.
No se han observado las reiteradas escenas de los agentes migratorios corriendo y agrediendo a migrantes en las vías del tren, incluso la Guardia Nacional se ha encargado de asegurar su marcha por las carreteras locales que conectan los pequeños pueblos que recorren en su camino al norte. Solo hay una condición macabra para esta aparente tregua: solo pueden avanzar caminando.
Un migrante de la caravana, que prefiere no revelar su identidad, ha contado a este diario por teléfono cómo una familia ha tratado de comprar un boleto de autobús para llegar a la Ciudad de México. Contaban ya con un documento expedido por el Instituto Nacional de Migración que les permite circular por territorio nacional durante un mes. Pero la empresa de transportes se lo ha impedido. “Si los ven en las combis o en los autobuses, los paran y los bajan. No los detienen, pero les obligan a caminar”, cuenta Torres desde Escuintla.
EL LABERINTO BUROCRÁTICO: EL NUEVO MURO
El muro que divide México de Estados Unidos se ha sofisticado. En los últimos años, tanto el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador, como el de Biden, comprendieron que para contener la migración en México —objetivo fundamental de la política estadounidense que no ha variado tras la salida de Donald Trump en 2021— no era necesario más cemento, ni vallas más altas. Hay un rincón en el sur de México, pegado a Guatemala, que funciona como el dique perfecto. En Tapachula, una ciudad de poco más de 300.000 habitantes, se han agolpado entre el año pasado y este, más de 120.000 migrantes en busca de refugio, según los datos de la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (Comar). Y ahí han sido detenidos otros 15.000 por los agentes de Migración.
Esa ciudad pobre del México más marginal está a más de 3.000 kilómetros de Estados Unidos y acoge cada año la inmensa mayoría de la bolsa de migrantes que huyen de cualquier país de América y muchos de África y Asia. Por sus calles deambulan miles de nuevos habitantes, muchos de esos 100.000 se suman a otros que siguen esperando una respuesta de las autoridades migratorias desde hace años. Con precios de alquiler por las nubes ante el exceso de demanda, con cero oportunidades laborales y acosados por esporádicas redadas que los capturan y los empujan un poco más atrás: Guatemala. El muro es la estrategia del desgaste.
Un campo de refugiados sin lonas blancas, con una ayuda internacional que no alcanza para la magnitud de la tragedia —ACNUR se ha declarado rebasado, como el resto de las organizaciones mexicanas— y al que pocas veces mira la prensa, ni nacional ni extranjera. Estos días lo ha hecho porque ese grupo de miles de mujeres, hombres y niños desesperados aglutina los miedos del país más poderoso del continente. En Estados Unidos se hablará de ellos, de cómo puede llegar a desestabilizar a un Gobierno la estrategia migratoria y cómo México puede lidiar mejor con ser el patio trasero de la migración de su vecino del norte.
Mientras, en Escuintla, un centenar de personas lo único que piensa es en dónde pasará la noche. Cuenta el dinero que les queda para comprar algo de comer, curar las heridas de los pies, evitar deshidratarse ante el calor húmedo y asfixiante de este rincón del sur de México. Sus planes no alcanzan para más de 24 horas. Su único e inminente objetivo es sobrevivir.