¿Cómo afectan los vínculos afectivos a nuestra salud mental?

Las relaciones de apego que desarrollamos determinan nuestro bienestar psicológico

Si dirigimos la mirada a los primeros días de nuestra existencia, los bebés ya están preparados, desde que nacen, para desarrollarse plenamente a nivel físico, psicológico y afectivo; aun así, su crecimiento se ve influido por diferentes elementos determinantes. Entre esos factores que afectan al desarrollo infantil sobresalen el protagonismo del ambiente que rodea al bebé y, sobre todo, el influjo que ejercen los seres más cercanos a él.

Por eso, la familia constituye un elemento central para la sana maduración del bebé y, de modo particular, la figura de referencia a la que el bebé se vincula, la llamada figura de apego. Esa realidad explica por qué las primeras interacciones y experiencias generan un gran impacto en este pequeño ser, que se encuentra en un estadio extremadamente sensible.

En síntesis, el desarrollo afectivo comienza desde el nacimiento y parte de nuestras interacciones familiares, de modo que los adultos hemos aprendido a relacionarnos con nuestro entorno y a responder emocionalmente a partir de los patrones y modelos experimentados y adquiridos de pequeños y, en especial, a partir de la relación desarrollada con nuestra figura de apego.

Estas influencias primigenias de la primera infancia nos acompañan hasta la adultez, es decir interactúan en nosotros a lo largo de nuestra vida, y median en nuestras formas de relacionamos con los demás y, primordialmente, con los seres más cercanos o queridos.

¿CUÁL ES LA IMPORTANCIA DE NUESTRO ENTORNO FAMILIAR?

El entorno familiar interviene sustancialmente en el desarrollo del bebé y la mayor influencia la ejerce la figura de referencia a la que el bebé se vincula, la llamada figura de apego. En el campo de la salud mental, existen numerosos trabajos científicos que apuntan a que establecer un vínculo de apego seguro es esencial para el desarrollo sano del bebé, tanto a nivel físico y biológico como psicológico. El bebé construye un vínculo de apego seguro cuando se siente reconfortado, querido y atendido por el papá, la mamá o el cuidador principal. Al contrario, desarrolla un apego inseguro cuando sus necesidades, sobre todo las afectivas, no se ven cubiertas por su adulto de referencia.

Las teorías que han estudiado nuestras interacciones vinculares provienen de campos tan diferentes como el neurodesarrollo, el apego, las aproximaciones biológicas o las psicosociales. Como especie, nos desarrollamos en un contexto interpersonal, relacional o afectivo. De ahí la importancia de destacar el influjo que ejercen las primeras interacciones del bebé y con el bebé. De hecho, las respuestas que el adulto referente da al bebé inciden en cómo este va a entender el mundo.

Si el bebé experimenta una relación vincular sana, en la que sus necesidades físicas y afectivas se ven cubiertas, tenderá a integrar esta relación de forma central en su desarrollo y eso, a su vez, influirá en su modo de relacionarse con los demás. Es más, la consistencia de esas primeras interacciones no solo afectará al bebé de forma relacional o afectiva, sino que repercutirá en el desarrollo de las redes estructurales y funcionales de su cerebro, ya que se encuentra en una etapa extremadamente sensible.

Por tanto, los niños que han sido atendidos por sus progenitores con sensibilidad, en un entorno acogedor y con ayuda para regular sus emociones cuentan con las bases para poder generar un apego seguro. En este entorno, los niños han tenido la oportunidad de expresar sus sentimientos y necesidades, las cuales han sido afrontadas con receptividad y sensibilidad.

En consecuencia, estos niños tenderán a expresar con mayor facilidad sus sentimientos, ya sean de alegría, de tristeza o de falta de confort, en contraposición con aquellos niños que han desarrollado un apego inseguro, debido a que, como bebés, pueden haber vivenciado algunas (o muchas) carencias en la atención por parte de su figura de apego. Los padres pueden haberse mostrado insensibles a sus necesidades afectivas o emocionales, pueden haber respondido a esas necesidades de manera inconsistente o a pueden haber ofrecido reacciones no ajustadas a lo que el bebé o el niño formula.

EL APEGO EN NUESTRA VIDA

Si la respuesta de la figura de apego a las necesidades del bebé resulta sustancial para su estabilidad y correcto desarrollo, también lo son las experiencias vividas e interpretadas por el niño provenientes de su figura de apego. Es decir, en la vinculación que se da en la relación maternofilial o paternofilial es tan importante la manera en la que el referente adulto interacciona con el bebé como las interpretaciones que el niño hace de las conductas de sus papás.

Así, los estudios en estas áreas aseguran que el desarrollo afectivo resulta primordial durante los primeros años de vida y que el vínculo que el bebé establece con su figura de apego es constitutivo para la salud mental del niño. Además, estas bases no solo afectan a esta etapa inicial, sino que la forma en la que nos influyeron nuestras primeras relaciones vinculares se convierten también en constitutivas de la salud mental de la persona a lo largo de su desarrollo vital, desde el nacimiento hasta la edad adulta, pasando por la adolescencia y la juventud.

En consecuencia, cabe considerar esta etapa como un estadio esencial para cultivar una parentalidad positiva y sensible, que promueva el establecimiento de un apego seguro entre el bebé y la figura vincular y que pueda fomentar su correcto desarrollo. Es así como los padres o referentes tienen la importante labor de proveer a su hijo o hija en las necesidades básicas para su supervivencia y de satisfacer un desarrollo personal adecuado.

Si pensamos que alimentarse es fundamental para la vida del bebé, debemos tener en cuenta que también lo es sentirse seguro, reconfortado y querido. Es decir, el bebé necesita nutrirse emocionalmente a través de las sanas interacciones de su entorno, lo que ayuda a construir ese apego seguro. Ello implica que no basta con atender las necesidades fisiológicas del bebé, sino que, además, deben satisfacerse las emocionales o afectivas.

ECOS EN LA VIDA ADULTA

En general, los patrones que nos influyeron en la infancia siguen operando en nuestro subconsciente y nos resultan familiares. ¿Cuántas veces nos hemos sorprendido haciendo o diciendo algo que hacían nuestros padres y que en realidad nos desagrada? A veces, son patrones que hemos identificado y que intentamos evitar o en los que trabajamos para no reproducirlos y, otras veces, por el contrario, los potenciamos porque, para nosotros, constituyen un buen ejemplo o forma de estar en el mundo.

En otras ocasiones, estos patrones se expresan de una forma de la que no somos en absoluto conscientes y, quizá, alguien externo a nosotros nos comparte un comentario u observación que nos hace darnos cuenta de que estamos repitiendo esos esquemas de manera evidente. Sea de la manera que sea, nuestra forma de expresar los sentimientos tiene mucho que ver con aquello que nos enseñaron explícita o implícitamente nuestros progenitores o adultos de referencia, además de con los impactos o las experiencias importantes que vivimos en la infancia.

En la adultez podemos estar repitiendo estos patrones con las personas que nos rodean y con las que interactuamos. En especial, pueden estar mediando la forma en la que nos relacionamos con nuestros seres más queridos, con aquellas personas con las que establecemos lazos afectivos importantes como, por ejemplo, nuestra pareja o nuestros hijos. O pueden intervenir en la manera en la que escogemos pareja, quizá en una búsqueda por suplir alguna carencia o por contar con una estructura de persona que nos es familiar.

En estos entornos podemos reproducir papeles familiares y manifestar nuestras emociones del modo en el que nuestros referentes nos enseñaron o en el que nos afectaron ciertos acontecimientos. Y si queremos ir más allá, estos patrones se hacen más evidentes a la hora de ser padres, ya sea porque repetimos con nuestros hijos, de forma muy fiel, cómo fuimos criados o porque lidiamos, justamente, con la batalla de no repetir ciertos modelos.

A veces, esto puede confrontarnos en nuestra forma de relacionarnos. Por ello, es importante detenernos a reflexionar si algunas de las circunstancias que vivimos o de las acciones que realizamos están influidas por nuestras relaciones primeras o si estas relaciones primigenias nos afectan en la manera de relacionarnos, y en el caso de que nos causen dolor, revisar cómo poder sanarlas.

Un acompañamiento terapéutico puede ayudarnos a traer a la consciencia estos patrones para poder relacionarnos de forma más asertiva y plenamente consciente, ya no solo con nuestro entorno, sino también con nosotros mismos. Desde esta perspectiva no resulta difícil entender por qué a los adultos nos puede costar entender nuestros propios sentimientos y reacciones frente a diferentes situaciones y, aún más, saber mostrar cómo nos sentimos o dominar nuestras respuestas cuando nos vemos envueltos en circunstancias o contextos que nos afectan emocionalmente.

A veces, incluso, se puede dar una falta de conexión con nosotros mismos que nos dificulta o impide identificar por qué nos estamos sintiendo así, por qué respondemos de determinada manera y qué necesidades no estamos cubriendo.