La madrugada del 19 de julio de 1872 los habitantes de la ciudad de México despertaron sobresaltados por los cañonazos que, repetidos cada quince minutos, anunciaron al mundo el fallecimiento del presidente de México, Benito Juárez. Sus padecimientos no eran nuevos, pues desde 1870 los habían diagnosticado sus médicos, Rafael Lucio e Ignacio Alvarado, quien tiempo después escribió las siguientes líneas sobre las últimas horas del oaxaqueño:
«Terrible enfermedad la que nos arrebató al señor Juárez. La angina de pecho, que con más o menos crueldad ataca a otras personas, desplegó su más extraordinaria energía cuando tuvo que habérselas con un héroe, como si fuera un ser racional que comprendiera que, para luchar con éxito con aquella alma grande, era indispensable ser también grande en la crueldad. Dos horas hacía apenas que estaba yo a su lado, cuando la opresión del corazón con que empezó se transformó en dolores agudísimos y repentinos, los que veía yo, más bien los que adivinaba en la palidez de su semblante. Aquel hombre debía estar sufriendo la angustia mortal del que busca aire para respirar y no lo encuentra; del que siente que huye del suelo en que se apoya y teme caer; del que, en fin, está probando, a la vez, lo que es morir y seguir viviendo. La enfermedad se desarrolló por ataques sucesivos; los sufre en pie.
Vigorosa en su naturaleza, indómita su fuerza de voluntad y aún desplegada toda esta, no le es dable sobreponerse por completo a las leyes de la vida y al fin tiene que reclinarse horizontalmente en su lecho para no desplomarse y para buscar, instintivamente, en esta posición, el modo de hacer llegar a su cerebro la sangre que tanta falta le hace. Cada paroxismo dura más o menos minutos, va desvaneciéndose, después poco a poco, vuelve el color a su semblante y entra en una calma completa; el paciente se levanta y conversa con los que lo rodeamos de asuntos indiferentes, con toda naturalidad y sin hacer alusión a sus sufrimientos; y tal parece que ya está salvado, cuando vuelve un nuevo ataque y un nuevo alivio, y en estas alternativas transcurren cuatro o cinco larguísimas horas, en que mil veces hemos creído cantar victoria o llorar su muerte.
Serían las once de la mañana de aquel luctuoso día 18 de julio, cuando un nuevo calambre dolorosísimo del corazón, lo obligó a arrojarse rápidamente a su lecho; no se movía ya su pulso, el corazón latía débilmente; su semblante se demudó, cubriéndose de las sombras precursoras de la muerte, y en lance tan supremo tuve que acudir, contra mi deseo, a aplicarle un remedio muy cruel, pero eficaz: el agua hirviendo sobre la región del corazón; el señor Juárez se incorporó violentamente al sentir tan vivo dolor y me dijo con el aire del que hace notar a otro su torpeza:
¡Me está usted quemando! ¡Es intencional, señor, así lo necesita usted!, le contesté. El remedio produjo, felizmente, un efecto rápido, haciendo que el corazón tuviera energía para latir, y el que diez minutos antes era casi un cadáver, volvió a ser lo que era habitualmente, caballero bien educado, el hombre amable y a la vez enérgico. Después de este lance, el alivio fue tan grande y tan prolongado, que se pasaron cerca de dos horas sin que volviera al dolor; la familia se retiró al comedor, y quedando yo solo en compañía suya, me relataba, a indicación mía, los episodios de su niñez, la protección que le había dispensado el señor cura de su pueblo, etc.
Cuando yo estaba más pendiente de sus labios, se interrumpió repentinamente y clavando en mí fijamente su mirada me dijo casi imperativamente:
—¿Es mortal mi enfermedad?
¿Qué contestar al amigo, al padre de familia, al jefe de Estado?... Pues la verdad, nada más que la verdad; y procurando disminuirle la crueldad de mi respuesta, le contesté con la vacilación consiguiente a lo imprevisto de la pregunta:
—No es mortal en el sentido de que ya no tenga usted remedio.
Comprendió, no obstante, que ella quería decir: "Tiene usted una enfermedad de la que pocos se escapan" Continuó inmediatamente su interrumpida relación, en el punto mismo en que la había dejado, como si la sentencia de muerte de que acababa de oír hubiera de ser aplicada a otra persona que no a él mismo. No le vi inmutarse; no le vi vacilar una palabra; ni trató siquiera de pedirme las explicaciones que tanto deseaba yo darle. Esperó para conocer su sentencia, a que su familia no estuviera presente para no acongojarla; y aprovechó la distracción de mi atención, para que, al hacerme de improviso la pregunta, no tuviera yo tiempo de estudiar la respuesta.
Aquella calma de tres horas pronto desapareció, y un nuevo ataque, más formidable, más repentino y más prolongado que el de la mañana, vino a perturbar la reciente tranquilidad de los que lo rodeábamos, e inútiles cuantos medios empleé antes de ocurrir otra vez al agua hirviendo; fue al fin preciso venir a él, porque ya no sentía yo el pulso debajo de mis dedos. Le anuncié lo que íbamos a hacer y con la más perfecta indiferencia y con la calma más imponente —y la llamo imponente porque la palidez de su semblante, la falta de pulso y su respiración anhelosa, estaban anunciando que el término funesto se acercaba a grandes pasos— se tendió en el lecho, el mismo se descubrió el pecho sin precipitación, y esperó, sin moverse, aquel bárbaro remedio. Le apliqué sin perder tiempo y aún me parece que estoy mirando cómo se crispaban y extendían alternativamente las fibras de los músculos sobre las que hacía la aplicación, señal evidente de un agudísimo dolor; dirigí mi vista a su semblante... ¡nada!, ni un solo músculo se movía; ni la más ligera expresión de dolor o de sufrimiento; su cuerpo todo permanecía inmóvil y esto cuando al quitar el agua se levantaba una ámpula de varias pulgadas sobre su piel vivamente enrojecida.
Entretanto desde por la mañana había volado por la ciudad la noticia de la enfermedad del Presidente y ocurrieron a verlo sus ministros y sus incontables amigos políticos y personales y por razones que no es difícil comprender, se ocultó tan cuidadosamente al público la gravedad de la situación, la que solamente conocíamos la familia y yo, que todos quedaron creyendo que simplemente se trataba de un reumatismo y para que no se desvaneciese esa creencia a nadie se le permitió la entrada a la recámara.
En esa inteligencia uno de los secretarios de Estado, el de Relaciones según recuerdo, quería hablarle de algún asunto de su ramo y el señor Juárez le mandó suplicar que lo dispensara por aquel día. En la tarde, el mismo Ministro insistió en verlo manifestando que era un negocio muy urgente, precisamente en los momentos en que el dolor del corazón era muy intenso, en que la respiración era jadeante y en que había desaparecido completamente el pulso. Aquel hombre, que llevaba ya doce larguísimas horas de ser la presa de una muy dolorosa enfermedad, y que por esto su energía debería estar agotada, se levantó con calma, sin demostrar ni impaciencia ni contrariedad, arregló su corbata, cubrióse con una capa, se sentó en un sillón; ordenó que entrara el Ministro y haciéndole sentar frente a él, escuchó con atención el asunto que llevaba, discutiendo los principales puntos y dándole por último, su resolución definitiva. No había en su semblante, en esos momentos, nada que revelara el espantoso dolor que le estaba carcomiendo una de sus entrañas, nada que diera a conocer que esa entraña era ya impotente para hacer llegar la sangre hasta la cabeza, y si no hubiera sido por las gotas de sudor frío que yo le enjugaba de su frente y por la palidez indisimulable de su semblante, aun yo mismo habría creído que estaba sano, pues que a impulsos de su voluntad llegó a dominar toda manifestación de sufrimiento.
Aún hay más. Una hora después de haber salido el Ministro solicitó hablarle uno de los generales más distinguidos, a fin de pedirle sus últimas instrucciones para la campaña que iba a emprender inmediatamente, no obstante que le faltaba el pulso hacía ya varias horas y que su situación era completa y absolutamente desesperada. Lleno de admiración vi al señor Juárez discutir con él, de la manera más tranquila, lo que era más conveniente hacer; todavía no comprendo cómo pudo su cerebro casi exangüe, recordar qué personas residían en las poblaciones que iban a ser en breve el teatro de la campaña, cómo podía traer a la memoria las cualidades morales y los antecedentes políticos de esas personas, con tanta exactitud, que pudo indicar al General a quiénes desconfiar y a quiénes tener como amigos. En una palabra dio los pormenores que daría una persona que tiene concentrada por completo su atención en un asunto de interés, y que está libre de toda preocupación; es decir hizo abstracción de su persona en los momentos de morir, para no pensar más que en el bien público en cumplimiento de su deber».
Luego, como escribió Ralph Roder, el presidente se entregó al negocio que tenía entre manos: morir... y convertirse en leyenda, pues puede uno estar de acuerdo o no con su trayectoria política, pero es indudable que su figura sigue presente en la vida pública de nuestro país. (Twitter: @IvánLópezgallo)