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Su extradición es inevitable y ‘El Chapo’ lo sabe

Sus abogados agotan todos los recursos legales, pero el envío del preso número 3912 de la cárcel de Ciudad Juárez, quien fuera el mayor narcotraficante del mundo, es una cuestión de Estado

  • Por: EL PAÍS
  • 16 SEPTIEMBRE 2016 - .
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Las autoridades dispusieron el apoyo de helicópteros y vehículos terrestres para reforzar la seguridad en el Cefereso donde está recluido el capo Joaquín “El Chapo” Guzmán.

El camino de la extradición avanza inevitable. Las instancias judiciales se van agotando. El preso 3912 de la cárcel de Ciudad de Juárez lo sabe. El próximo lunes 26 de septiembre, el juzgado 13 de amparo penal de la Ciudad de México revisará la extradición de Joaquín Guzmán Loera, El Chapo. Ante la posibilidad de que el magistrado la acepte, el abogado del que fuera el mayor narcotraficante del mundo ya ha anunciado que recurrirá a la Suprema Corte. Será, en cualquier caso, la última defensa de un proceso que se dirige a paso seguro hacia Estados Unidos.

La entrega de El Chapo a las autoridades estadounidenses se ha vuelto una cuestión de Estado. Antes de su fuga de la cárcel de máxima seguridad de El Altiplano, el Ejecutivo de Peña Nieto, bajo la bandera del orgullo patrio, era reticente a tomar esta medida. 

Su permanencia en una prisión mexicana fue exhibida como una muestra de la fortaleza del Estado. Pero la humillante huida en julio de 2015 por un túnel de 1.500 metros pulverizó este discurso nacionalista. 

Una vez capturado, el presidente Enrique Peña impuso como prioridad su extradición.

Todo el aparato del Estado empuja en esa dirección. Y El Chapo cada día está más solo. Débil y sin apoyos externos, los enemigos han salido de la oscuridad a arrebatarle su imperio. Una guerra de cárteles sacude el norte de México. Hay matanzas y ajustes de cuentas. 

Sus rivales hasta han atacado la casa de su madre, en la tierra sagrada del cártel de Sinaloa, y secuestrado a tres hijos suyos.

El reinado de Guzmán Loera ha llegado a su fin. Su última baza es una negociación con Estados Unidos. “Si hay acuerdo, retiramos los recursos”, ha señalado su abogado, José Refugio Rodríguez. Las autoridades estadounidenses no han entrado en el juego e insisten en que, antes de cualquier acuerdo, El Chapo tiene que pasar a su territorio y declararse culpable. Algo que, de momento, no ha hecho. 

La extradición, si no se vuelve a fugar, parece imparable. Los expertos calculan que, debido a la catarata de recusos presentados, aún tardará unos seis meses. Quedan las últimas instancias judiciales. Luego, El Chapo entrará en el infierno que más teme.

JUEGA SOLO AL AJEDREZ

Joaquín Guzmán Loera está solo. Sentado junto a una mesa, estira las piernas y mira con fijeza un tablero gris metálico y negro. Es un ajedrez. 

El Chapo Guzmán juega al ajedrez en su celda. No se sabe si contra sí mismo o contra uno de los problemas del libro que le han prestado. Pero la partida le mantiene absorto, perdido en la atmósfera neutra del penal de Ciudad Juárez. 

Ahí, en ese habitáculo blindado, el mayor narcotraficante del planeta ve correr el tiempo antes de ser extraditado a Estados Unidos y que termine su reinado de terror. 

Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, en la prisión de Ciudad Juárez. SEGOB Reuters-Quality

La celda es pequeña. No más de nueve metros cuadrados. Un ventanuco dispara una luz azulada en la estancia. Hay un lavabo metálico, una taza, dos rollos de papel higiénico y, en una esquina, un camastro con un antifaz. 

El Chapo lo usa para dormir. En ese espacio pasan lentas las horas. Hace dos meses que le metieron ahí después de sacarle de la cárcel de El Altiplano. 

Esposado de pies y manos fue enviado de noche y sin mayores explicaciones al penal de Ciudad Juárez. El traslado se decidió tras haberse detectado una fisura en la seguridad.

En El Altiplano, las reuniones de El Chapo con los abogados, los vis a vis y las visitas a la enfermería obligaban a sacarle del perímetro central. Esos paseos fuera del anillo blindado ofrecían un punto de fuga. 

“Eran una rutina peligrosa”, señala una fuente policial. Bastó eso y el humillante recuerdo de su evasión el 11 de julio de 2015 para enviarle 1.800 kilómetros al norte.

En Ciudad Juárez se clonó el blindaje de El Altiplano. En el interior, 75 agentes se dedican exclusivamente a su custodia; en el exterior, 600 policías y soldados. 

Un castillo donde el todopoderoso líder del cártel de Sinaloa–“suministró más heroína, cocaína y marihuana que nadie en el mundo”, se ufanó ante el actor Sean Penn- mata su tiempo con un ajedrez y unos pocos libros.

Por sus manos han pasado El Quijote, Una vida con propósito, del pastor evangélico Rick Warren, y últimamente El caballero de la armadura oxidada, una obra de autoayuda del superventas estadounidense Robert Fischer. 

Este texto, hilado como una sucesión de retos emocionales, hace un uso intensivo de aforismos. Alguno especialmente sugerente para el preso: “Cuando aprendáis a aceptar en lugar de esperar, tendréis menos decepciones”.

Los libros los guarda El Chapo en la mesa, entre el tablero y los documentos de su extradición. Los papeles, de los que cuelgan cintas azules y rojas, forman una pequeña torre. 

Encima, como un mal estudiante, el preso ha dejado una caja de plástico blanco con restos de comida. A veces se pasa horas mirándolos.

Al decir de los responsables de la Procuraduría General de la República (PGR), su envío a Estados Unidos es inevitable. Tras su detención, el presidente Enrique Peña Nieto elevó la extradición a una cuestión de Estado. “La catarata de recursos presentados por Guzmán Loera pueden retrasar el proceso, pero no pararlo”, señala una fuente de la PGR.

En esta cuenta atrás, el mayor temor del Ejecutivo radica en una nueva fuga. Su impacto sería demoledor y pulverizaría al mismo presidente.

‘LES VOY A ARREGLAR LA VIDA’

Eran las 9.16 del pasado 8 de enero. Punto kilométrico 198.1 de la carretera de Culiacán a Los Mochis (Sinaloa). 

Dos policías federales acababan de parar un Ford Focus rojo. 

Su robo había sido denunciado seis minutos antes. La dueña había descrito a los ladrones como dos hombres sucios y en ropa interior. Eran El Chapo y su jefe de escoltas, el terrible Orso Iván Gastelum. 

Tras escapar a su captura por un túnel, buscaban romper el cerco militar a bordo del Ford Focus. Estaban a punto de lograrlo, cuando la pareja policial paró el vehículo sospechoso y ordenó callar a ese tipo de bigote negro que se había bajado el primero y ofrecía a arreglarles la existencia.

-”¿Pero, saben quién soy?”, insistió el  prófugo.

Sólo entonces, en una segunda mirada, los agentes se percataron de la inmensidad de su captura. Y también del peligro que corrían. La emisora les anunció que un convoy de sicarios corría a rescatar a su jefe. 

Los policías, ya acompañados por más agentes, decidieron buscar refugio en un hotel próximo y feo, el Dux. Tomaron fotos de El Chapo, las enviaron a sus superiores y se lanzaron al hotel. 

En la habitación 19 se encerraron con él. Otros subieron a la azotea a defender la posición. El Chapo volvió a la carga.

-”Ayúdenme a llegar a Juan José Ríos (una ciudad a 18 kilómetros de Los Mochis) y les arreglamos la vida. Les pondremos empresas que nadie va a conocer”.

Por fortuna, por valor, por miedo o por un poco de todo, los agentes se resistieron. Ese fue el fin de El Chapo. Tras la llegada del ejército, Guzmán Loera fue enviado a la prisión de El Altiplano, de la que seis meses antes se había fugado por un túnel de 1.500 metros. 

Lo primero que hizo al entrar fue pedir un trapo para limpiar la celda. “Es obsesivo con la limpieza”, comenta una fuente de seguridad.

Ahora, seis meses después, los dos agentes han sido ascendidos y El Chapo, en uniforme marrón claro, descansa en otra celda que brilla por su limpieza. 

Tanto que anda descalzo. Ha dejado sus zapatillas blancas, parecidas a zuecos sanitarios, en una esquina y no levanta la cabeza del tablero. (México).

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